CARDEI (Galerna-2002)

CARDEI
María Maratea (Galerna 2002)


Prólogo de Luis Gusmán 

Como todo cantor de tangos Luis Cardei tuvo un sueño: mirarse en el espejo y encontrarse parecido a Gardel. Alguna vez contó ese sueño en el escenario: levantaba las cejas, abría grande los ojos y pronunciaba los nombres arrastrando la erre a la manera francesa. Pero además, a partir de la biografía escrita por María Maratea, nos enteramos de que al mito gardeliano se agregaba la idea trágica de morir como Gardel, en un accidente de avión.
Luisito no tuvo esa suerte: le faltó Medellín como paisaje. Desgraciadamente para él, tuvo un final más sufrido y doloroso, y una agonía que parecía no terminar nunca.
Cardei, Gardel; le gustaba con cierta picardía infantil jugar con el malentendido. Nunca terminé de saber, aunque es posible que alguna vez me lo haya contado, si Cardei era su verdadero apellido o su nombre de artista.
Desde la primera vez que lo vi, antes de escucharlo cantar, -gracias a Jorge Palant y Elvio Illescas que me llevaron a oírlo a Arturito, una cantina que estaba en la esquina de Luca y Pavón frente al monumento de Florencio Sánchez- me impactó su físico. No era la imagen que yo tenía de un cantor de tangos. Cuando con el tiempo nos hicimos amigos le conté que mi padre cantaba tangos pero con una voz de tenor y que su tema preferido era Remembranzas. En esa ocasión no hizo ningún comentario y guardó cierta discreción. No esa misma noche sino en alguna otra entendí aquella reserva. Fue cuando Luisito me contó qué quería decir aquello de que había cantores “que se bañaban con agua caliente” ; traducido en su jerga hablaba de aquellos cantores con pinta y con un vozarrón que a veces linda con el grito. Como se dice en el libro –citando una anécdota del cantor Enzo Valentino- “cantores que cantan con el capital y no con el interés.”
Esa noche cantaba Cucusita, un tema que después le escucharía pocas veces. Cuando el tango llega a esa parte en que la letra dice “es de trencitas rubias, si viera que bonita, se llama Cucusita y hace seis meses largos no puede caminar”, me imaginé en su mirada parte de la biografía de su infancia. En la biografía escrita por María y en muchas de las anécdotas de la infancia de Luisito transcurrida en Villa Urquiza, encontramos la  letra de Cucusita.
Por ejemplo, todo el agradecimiento a los médicos que lo ayudaron a vivir y a sobrevivir.
En una de esas noches de cantina, Luisito se acercó a una larga mesa formada por muchos amigos y lo escuché contar una historia. Fue raro, en su “primera entrada” -entonces ya cantaba con micrófono- no me deslumbró. Quizás, por un prejuicio de tanguero por el cual la novedad en materia de cantores siempre genera desconfianza. Tuvieron que pasar un par de tangos para darme cuenta de lo que significaba Cardei. Fue cuando volvió a sentarse y lo vi junto a Antonito que lo acompañaba con el bandoneón. Entonces su cuerpo se transformó. Cuando Luisito decía que Antonito lo acompañaba esto era literalmente así. Los dos formaban un solo cuerpo. Música y voz, voz y música. Era perfecto.
Todavía me lo imagino alguna madrugada cruzando la calle y dialogando sobre la vida con Florencio Sánchez, que quizás en alguna de esas noches mientras escuchaba a Cardei se transformó por un instante en el príncipe feliz y se le cayó una lágrima.
Recuerdo que con mis amigos en aquellas noches de cantina en algún momento de éxtasis le reprochábamos sotto voce a Luisito que su voz era como una adicción. Que una vez que lo escuchábamos cantar no podíamos dejar de hacerlo.
De esa amistad quedó un zarzo que le regalamos para los cincuenta años, que brillaba en su dedo meñique y que cada vez que cantaba Barajando, en el momento en que la letra dice: “con mi anillo de hojalata con espejo bichadero me he fritado muchos vivos como ranas al sartén”,  nos hacía un guiño cómplice y se tocaba el anillo.
Me costaría elegir un tango de los muchos que cantaba Cardei. A veces le pedía un tema que más tarde me lo quedaba tarareando hasta conciliar el sueño. Pero como con su repertorio me hizo conocer tangos que nunca había escuchado, a la vez siguiente le pedía que cantara “ese nuevo” cuya letra me había quedado en la cabeza. Por ejemplo, Flor Campera, porque la florcita -la que “cuando entraba al baile el paisanaje ardía”- en su voz era verdaderamente una florcita; o cuando lo escuchaba cantar el vals Temblando, y en el momento en que le declaraba el amor a una mujer “no pude hablarle y me quedé temblando”, no podía dejar de sentir un temblor que me recorría el cuerpo.
Hay dos tangos que ahora recuerdo. Quizás porque de alguna manera hablan del principio y del fin. Uno que alguna vez Luis confesó conmovido que era su testamento y que se llama justamente Testamento de arrabal. Y el otro tango, El último guapo, que Cardei dramatizaba a tal extremo que  se quedaba mirando hacia el vacío y cuando decía que el guapo entraba por la calle angostita, de verdad que parecía que éste aparecía en escena, cruzaba la plaza y entraba por la puerta de la cantina.
Lo vívido de la estampa tanguera excedía la cualidad interpretativa de Cardei y hasta si se quiere su dosis de teatralidad. Yo creo que él lo decía de esa forma tan verdadera porque tenía una relación íntima con el valor. Creo que la biografía testimonia de manera excepcional esa relación con su coraje.
Un coraje que no se reducía a soportar los embates que tuvo que sufrir su cuerpo. Esas operaciones, hemorragias, transfusiones. Un cuerpo en desbarajuste. Un cuerpo hecho un colador por las hematomas y los pinchazos. Un cuerpo que era una herida abierta con la paradoja de que por su hemofilia no podía herirse. Pero todo ese desarreglo corporal, esa desarmonía, recobraba una unidad perfecta en su voz. Entiendo lo que María dice cuando habla de que su voz transformaba su cuerpo.
La otra vertiente era el Cardei contador de historias. Y eso ya ocurría mucho antes de que Luisito cantara tangos. La biografía es notablemente precisa en ese punto.
Cómo no admirar su valentía cuando iba a cantar y antes se había aplicado un Celestone o un factor octavo y tenía miedo de escupir sangre cuando ya el mito romántico de la tuberculosis se había terminado. Sin embargo se arrastraba hasta el escenario, subía y podía cantar horas. La voz era lo que le daba fuerzas; será por eso que cuando se operó de las cuerdas vocales sentía miedo de no poder seguir viviendo.
La biografía es dura como fue dura la vida de Cardei. Sin embargo, desde su adicción a la heroína hasta su paso por el Borda para curarse de esa misma adicción, Luis nunca dejó de contar historias para sobrevivir. Y sobre todo para que los otros pudieran sobrevivir.
La biografía es dura y su autora no rehuye a esa dureza. No hay zona del cuerpo ni del alma de Cardei que quede indemne. Desde el dedo del pie donde María encuentra la última vena salvadora para aplicar el factor octavo que le
permite seguir viviendo, hasta los celos ridículos de un hombre enamorado.
La biografía es dura porque duro fue el final de Cardei. Finalmente murió como muchos de los grandes cantores; “que la voz, que la plata, que el alcohol.” En la flor de la edad. Si uno piensa en alguna comparación para esta vida contada por María, se podría citar la novela de Burroughs, Almuerzo Desnudo. Aquí el título se modifica sutilmente, uno podría decir: “La cena desnuda.” Tal vez por las noches de cantina hasta la madrugada, el whisky, la necesidad de juntar el manguito, el último cigarrillo.
Cardei, como el último guapo, entra por la última página de la biografía. Entra y silba para que la piba vuelva a la cita. En el libro, él mismo juega a Quasimodo remedando algún disfraz de carnaval. Sólo que al revés de lo que le sucede a Quasimodo en el folletín, el ser que nunca logra conquistar el amor de la gitana Esmeralda, Cardei sí logró que la dueña de su corazón esté ahí, como sucede en el tango, esperándolo.
   La biografía es dura. Ni siquiera el tópico del amor con la licencia que le otorga el género amoroso logra ocultar un destino enrarecido. Sólo que esta versión cruda de una vida encuentra un límite. El mismo que Cardei impuso, quizás para su vida y para su arte interpretativo. Y que se condensa en la frase que repetía más de una vez: “los estilos cuestan.”

Luis Gusmán





“Al narrar aquel  pasado lo traiciono. 
Debo admitirlo: se idealiza el pasado 
 porque no se soporta la  miseria de  su realidad, su  memoria. 
Y la  autocompasión está cerca, acechando.   
 Una guitarra, una lapicera,  un par de  guantes de  box.  
Los  objetos no son lo que son.  
 En todo caso,  son lo  que  uno  cree que  pueden ser.   
Lastimaduras.  Astillas. Revelaciones.  
Revelaciones insignificantes para los otros.  
Tampoco yo  terminé  aquella novela.  
La calle es una cosa. Y la literatura otra”.
Guillermo Saccomanno 






A Luis
 




... si pareció que hablara hasta el cordaje
con el lenguaje del corazón.
 



1



Me pareció que tenía un defecto físico. Estaba sentado, con un vaso de whisky en una mano y un cigarrillo en la otra.
Ese jueves, el bar de la librería Gandhi estaba lleno. Escritores, cineastas, actores. Un público que iba llegando apurado como para asistir a una misa. Todos calladitos, inquietos, ansiosos por escuchar a ese cantor de tangos. A ese cantor de culto.
Hacía ya tiempo que Elvio Vitali, el dueño de Gandhi, me decía que no podía perderme a ese tipo que había descubierto en una cantina del barrio de San Cristóbal. Que lo había llevado a cantar ahí y le había hecho grabar un disco. Que yo tenía que hacerle un poco de prensa y representarlo. Porque era bárbaro. Porque era diferente.
Un día fui.
Allí estaba, sentado, con un vaso de whisky en una mano y un cigarrillo en la otra.
-Hola piba. Vení, sentate. ¿Qué querés tomar? ¿Querés un whisky?
-No, gracias. Un café está bien.
-¿Qué es lo que hacés?
-Prensa.
-¿Sos periodista?
-No. Soy agente de prensa. El nexo entre el artista y el medio.
-¿Y te gusta hacer eso?
-Sí, me gusta.
-O sea que conseguís notas en los diarios.
-Claro.
-No tendría que ser así.
-¿Por qué?
-Porque las notas tendrían que ser sentidas. De verdad. No porque alguien las pida. Así no vale- dijo, mientras colocaba el cigarrillo en una boquilla negra.
Era muy bajito. Tenía la espalda cargada, el cuello corto, y cuando giraba la cabeza lo hacía con todo el cuerpo. Las manos hinchadas. No se le notaban las venas. Sus dedos largos, delicados y sus uñas impecables, con brillo, le daban aspecto de prolijidad. El pelo entrecano. La piel morena. La boca grande con labios bien delineados y gruesos mojados constantemente por la lengua. Tendría unos cincuenta años.
-¿Siempre te dedicaste a eso?
-Hace un par de años. Además hago máscaras, esculturas y teatro.
-¿Sos actriz?
-Sí. Estoy ensayando una obra con la que me voy a ir a Cuba.
-Lindo ambiente el del teatro.
-No creo que sea peor que el del tango.
-¿Y nunca hiciste un curso de cocina?
-¿Un qué?
-Digo, si nunca se te dio por dedicarte a la cocina.
-No, ¿por qué?
-Y, las mujercitas tienen que aprender a cocinar, no a actuar, a hacer esculturas, a ser periodistas.
El traje medio antiguo, azul, la camisa blanca y el moño también azul con pintitas rojas. Su hablar pausado, tranquilo.
Nunca había visto a alguien saborear una pitada de  cigarrillo y un sorbo de whisky con esa intensidad. Pero lo que más me atrajo fue  su mirada: tenía el dolor y la sabiduría de alguien que ha vivido mucho.
Las luces comenzaron a apagarse. Con cierta dificultad se paró, me pidió permiso y rengueando, fue hacia el centro del bar. Un viejo bandoneonista lo esperaba.
Le costó llegar.
Por fin, se sentó en una banqueta y apoyó el brazo sobre una mesita que había ahí, a su lado. Tomó un trago de agua. Miró al público, se acercó el micrófono, saludó y presentó al hombre del bandoneón: “Antonio Pisano, mi amigo de siempre”, dijo, y tras un “ojalá que les guste”, empezó a cantar.
Una voz delicada. Susurraba, decía. No gritaba. Y se entendía todo. Tangos de antes del cuarenta que contaban historias sencillas, historias de malvones, de patios, de rejas, de amores perdidos y encontrados. Y antes de cada tango, una anécdota relacionada con lo que iba a cantar. Algunas graciosas, otras tristes. La gente se reía y lloraba. Aplaudía y ovacionaba. Alguien me acercó un diario: el Le Monde de París y la nota sobre él: “Le boiteaux fascinant”.
Y cada vez más tangos. Y cada vez más aplausos y más gritos de aprobación. De pronto no estuve más allí. Recorrí barrios, cielos cubiertos de estrellas, me enredé con guapos, busqué novias ausentes. Hasta que otra vez en la mesa, transpirado, me preguntó:
-¿Querés otro café?



2


Le dejé mi tarjeta y me fui a casa.
Cuando llegué, seguí modelando en arcilla el cuerpo que tenía a medio hacer al que le estaba aplicando la proporción áurea. La divina proporción. Iba a lograr un cuerpo perfecto. Y mientras mis dedos daban forma a su contorno, pensé en él.
Me di cuenta de que no tenía su teléfono. Pero de alguna manera lo iba a conseguir.
Al lunes siguiente lo llamé. No se acordaba de mí.
-¿Quién? ¿Quién habla?
-Yo estuve el jueves en Gandhi. ¿Se acuerda que estuvimos hablando? La agente de prensa.
-¿Que hacés piba? ¿Cómo estás?
-Bien. Disculpe que lo moleste, pero ¿no me dejaría conseguirle alguna nota?
-Mirá, yo te lo agradezco, pero antes tendríamos que hablar.
-Bueno ¿cuándo le parece bien?
-El jueves.
-¿En Gandhi?
-Sí. Si podés andá un ratito antes.
-¿A las nueve?
-A las ocho y media.




 4

“A los ocho años dejé de caminar. Me golpeaba las piernas jugando a la pelota y de tenerlas quietas tanto tiempo para que se me fueran los derrames ya no las podía estirar. Me tocaba la cola con los talones. Me las fueron estirando de a poquito. Estuve enyesado hasta los trece, por eso camino así. No paraba nunca de jugar a la pelota. Cuando la escondían yo hacía otra con las medias que le afanaba a mi vieja. Quería ser wing izquierdo, como Loustau. Los hemofílicos tenemos una deficiencia en la coagulación. ¿Viste cuando te sacan sangre? ¿Viste que la ponen en un tubito? Bueno, al rato, abajo quedan los glóbulos rojos y en la parte de arriba se hace un suero amarillo. Eso es el plasma. Allí están todas las proteínas. Entre esas proteínas hay trece factores que sirven para el proceso de la coagulación. La deficiencia en el factor octavo se llama hemofilia A. Si el problema está en el factor noveno se llama hemofilia B. Yo tengo hemofilia A. Y la mía es severa, porque los valores normales de factor octavo son de cien a ciento cincuenta por ciento y yo tengo apenas el uno por ciento. Cuando uno se golpea se producen hematomas, pero a vos se te curan enseguida porque tu coagulación es normal. En nosotros la sangre no coagula, sigue saliendo , se acumula adentro de la articulación y la desgasta ¿entendés?, a la articulación y a la membrana que la recubre, porque la sangre, por el hierro, es corrosiva y daña también al músculo. Ni hablar si tenemos una úlcera, o una hemorragia digestiva o un golpe en la cabeza. La sangre no para de salir. Siempre hay que dar el factor octavo lo más rápido posible. Imaginate 1944, cuando yo nací. A los dos años en la Casa Cuna me quisieron cambiar la sangre y casi me muero. Cerca de 1950 se empezó a saber algo, gracias al doctor Alfredo Pavlovsky que se dedicó toda la vida a la hemofilia. Fundó ‘La casita del hemofílico’, en la calle Pacheco de Melo, enfrente de la Academia Nacional de Medicina, y en 1986 abrió la Fundación de la Hemofilia, la que está en Soler y Billinghurst, mi segunda casa. Primero se empezaron a dar transfusiones de sangre, pero se daba la sangre entera y había que esperar muchas horas para que hiciera efecto. Después apareció el crioprecipitado que era un concentrado de plasma. Esto nos mejoró el tratamiento pero podía provocar reacciones alérgicas porque no tenía mucha pureza. A fines de los setenta se descubre este concentrado purificado como el que me doy ahora, que tiene sólo el factor octavo. Hace efecto enseguida. Es bárbaro. Es una inyección endovenosa que hasta me la puedo dar yo mismo en mi casa. Con eso encima no somos más hemofílicos, pero por veinticuatro horas nada más. Con esto también se facilitaron las operaciones.
Es una enfermedad rara. La transmiten las mujeres y la padecen los hombres. La llaman ‘la enfermedad de los reyes’ porque los hijos de la reina Victoria de Inglaterra fueron portadores. La reina transmitía la enfermedad y tres de sus hijas también. Una nieta de Victoria se casó con el Zar de Rusia y tuvieron a Alexis, el hemofílico más famoso de la historia, al que como los médicos no daban con la enfermedad, lo mantenían bajo los efectos de los ‘pases mágicos’ de Rasputín. Creían que lo curaba. Uno de cada diez mil hombres la padece. Y no hay excepción de razas ni estrato social. Es una  alteración genética del cromosoma x. Por eso en el hombre se manifiesta, porque tenemos uno.  En la mujer, tendría que manifestarse en los dos, lo que es más difícil.
Mi vieja me ponía hielo. Hielo y clara de huevo. Y me curaba los moretones. A los ocho años dejé de caminar. Hasta los trece estuve enyesado. Mi papá no me pudo ver caminando de nuevo, justo murió unos meses antes.
Y mi vieja. Formamos una sociedad con mi vieja para que yo pudiera volver a caminar. Y caminé. Volví a ver el mundo de pie.”



5



  “A los veinte años me hice adicto a la heroína.
  Fue una noche que llegué a atenderme con un dolor insoportable en una pierna. Pero como en ese tiempo todavía se daban transfusiones, tenía que esperar que la bolsa con el plasma se descongelara. Mientras tanto, era tanta mi desesperación por el dolor que el médico me dio una pastilla. Ahí nomás me quedé dormido con una sensación de paz, de alivio.
  Cuando me desperté quería más de eso aunque ya no había dolor. Le pedí otra al médico pero me dijo que no, que con una ya era suficiente. Miré arriba del escritorio y vi la caja. Leí: ‘Daurán R 875’.
  Casi diez años escapándole al dolor y falsificando recetas. No quería sufrir.
  Ese remedio tenía heroína.
  Después me lo empecé a inyectar.
  Un día en mi casa sintieron un olor raro que salía de la pieza. Era yo que me estaba quemando. Me había quedado dormido con un cigarrillo encendido. Se me había caído en el pecho y me estaba haciendo un agujero bárbaro, mirá, todavía tengo la cicatriz. Y no me dolía. No sentía nada.
  Me internaron en el Borda. Recuperación de adictos.
 Nos juntábamos a la noche con los internos y yo les contaba historias. Había uno, Virgilio, que todas las noches hacía lo mismo: se armaba la valija y nos empezaba a saludar a uno por uno. Nos daba la mano y aseguraba que se iba porque le habían dado el alta.
Yo le decía:
  -Aflojá Virgilio, ¿adónde vas? Vení, sentate aquí al lado mío que te tengo que contar algo que pasó allá afuera.
  Le inventaba alguna historia de presos y de locos y él se quedaba dormido sobre mis piernas mientras yo le acariciaba la cabeza, contento porque esa noche Virgilio se había salvado del Ampliactil.”


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