MORA. Una confesión (Confesión travestí) (Editorial Planeta 2004) próximamente en e-book


"Lo que más inquieta a los hombres de estar con chicas como nosotras es que, tarde o temprano, nos van a meter la mano en la entrepierna. Saben que detrás de esa mujer hay un hombre pero, cautivados por la máscara, es más fácil de enfrentar. Siento que soy una diosa cuando voy por la calle y se dan vuelta para mirarme. Me gritan: yegua, potra, divina. Y me río de los que se ríen porque sé que algo les pasa. Yo los vi, en mi cama. Tipos que al principio se reían: los escuché pidiéndome por favor. También se acercan hombres y mujeres buscando una falsa amistad para sentirse modernos y exóticos, sólo por decir: Yo tengo un amigo travesti. Como si dijeran: En casa tengo una pantera negra." 
Que un hombre se apellide Mora no llama particularmente la atención. Que una mujer se llame Mora, tampoco. Pero que un hombre apellidado Mora se convierta en una mujer llamada Mora, sí. Y ésta es su historia, desde el día en que fue encontrado en el armario de un hotel, recién nacido, y llegó al orfanato del cual saldría años después adoptado por un matrimonio de Barrio Norte. Ésta es la historia de un adolescente obeso sometido a crueles internaciones y tratamientos psiquiátricos, que busca contra viento y marea su identidad, y empieza a encontrarla en un par de zapatos taco aguja, unas medias de red, una minifalda ceñida y unas inyecciones de silicona industrial aplicadas a su pecho plano. Ésta es la historia de Mora, travesti, pantera negra, trabajadora del sexo en el Buenos Aires de hoy. 






 

 

Este asunto está ahora y para
siempre en tus manos, nene.
Indio Solari







Diez bucal, veinte bucal anal, treinta completo en el coche, cuarenta completo en hotel, cincuenta pareja en el coche.
Tengo que hacer muy rápido: bichar al tipo cómo habla, cómo mira, qué ropa tiene puesta. Si tiene el traje atrás, hace algún deporte y se cambia en la oficina: tiene plata. Si tiene celular y agenda es organizado, no es un pichi. Algunos tienen anillos con un rubí o alguna piedra; a ésos les puedo pedir un poco más.
Miro que no haya alguien escondido atrás porque me pueden violar o pegar. Me pueden matar.
Preguntan: cuánto calzás, te anda, venís bien.
La transa, nunca con la cabeza adentro de la ventanilla. Un metro de distancia, las piernas en tensión y el cuerpo atento. Si acepta subo, pero antes de cerrar miro que la puerta tenga manija del lado de adentro, controlo las trabas y dónde está el encendido del auto para, cualquier cosa, revolear la llave.
¿Está dura la calle?, es lo primero que dicen cuando ya estoy arriba. Y mientras los enfilo hacia un lugar oscuro les hablo de cualquier cosa para romper el hielo. Si me gusta, le miro la mano a ver si tiene alianza. Mi sueño es casarme y dejar todo esto.
Son escapadas. Está el que viene caliente porque la noviecita le dijo que no; el que se quiere vengar de su mujer porque le gasta la plata; el estresado; el gerente que tuvo un día agotador; el que tiene que hacer tiempo; el que se le pinchó el levante; el tachero insomne; el que busca nuevas experiencias; el viejo verde; el merquero que no se le para; el camionero solitario.
Algunos traen consolador.
Tienen entre diecisiete y ochenta años.
Me tocan, me manosean, me la ponen en el culo. Me dicen que soy una diosa y me terminan chupando la pija.

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   Dejé de jugar a la pelota. Empecé a jugar al elástico con las nenas. En la escuela, si algún chico me cargaba lo tiraba al piso y le saltaba en la panza hasta vaciarle el aire. No me interesaban las chicas. Los nenes tampoco. Me gustaban los de tercer año de la secundaria, si pasaban los dieciséis, mejor. 

Llegaba a casa a las cinco y media de la tarde. El micro me dejaba en la puerta. Me abría el portero. La llave me la dieron recién a los trece. 
Hasta las ocho de la noche estaba solo. Papá y mamá trabajaban, a la abuela la habían internado en un geriátrico, mis hermanas, Belén y María, después del colegio estudiaban inglés y francés. La mucama se iba a las cinco. 
A veces miraba los dibujitos de la Pantera Rosa, pero lo que más me divertía era encerrarme en el dormitorio de mis padres y abrir el placard. Salía olor a piel, a cuero, a naftalina. De la puerta derecha colgaban las corbatas de papá, de la izquierda los cinturones y pañuelos de seda de mamá. Me sentaba en el borde. Acariciaba los tapados de zorro, de visón, de nutria.  Vaciaba las cajas de zapatos de ella. Tenía de todos los colores pero siempre me probaba los clásicos negros. Me ponía la peluca corte carré rubio ceniza. Me miraba en el espejo. 
    Abría el frasco de perfume Opium color terracota: olor a mamá. 
    Después, ordenaba todo y esperaba a Fabio.


Fabio es un muchacho grande y responsable, ya tiene dieciséis, decía mamá. Y Fabio, mi primo, con el propósito de cuidarme, comenzó a venir a casa todas las tardes.
    Estaba empecinado en enseñarme a escribir. Yo lo esperaba sentado a la mesa del comedor, con hojas y lápices de colores. Cuando llegaba, me levantaba a upa y me sentaba sobre sus rodillas. Colocaba el lápiz entre mis dedos y su mano, pálida y huesuda, iba guiando la mía. Yo tiraba los lápices al piso. Me quedaba juntándolos debajo de la mesa, esperando que él viniera a buscarme. Le pedía que me besara las manos. Él decía que, por lo chicas, parecían de mujer.
Quería que pronunciara bien la doble erre:
    –A ver, decí: carro.
    –Caggo.
    –No, no, a ver ésta: pe-rro.
    –Pe-ggo.
    –El perro corre a la perra.
    –El peggo cogge a la pegga.
    –Muy bien: el perro coje a la perra; a ver, repetí.

    Esa tarde, estábamos solos como siempre y se cortó la luz. Me agarró de la mano. Fuimos al baño. Cerró la puerta con llave. Se bajó el pantalón, se sentó en el inodoro sobre el tapete de plush rojo y empujó mi cabeza. Cuando terminó, puso su mano abierta sobre mi boca. Clavándome los dedos. Dijo: 
–Ahora, tragatelá.



Lo hicimos hasta que cumplí los trece. Siempre igual. Si no era en el baño de casa, era en las duchas de Gimnasia y Esgrima de donde los dos, éramos socios. Los fines de semana, mientras yo jugaba al básquet, oteaba la pista de atletismo que rodeaba la cancha por el piso superior. Veía correr sus piernas peludas, su short naranja.
Esperaba la hora de encontrarnos en los vestuarios.
En verano, el balneario de Punta Mogotes era ideal. Ibamos al baño con la excusa de ducharnos y lo hacíamos allí, en los cuadriláteros, entre la cortina de plástico y los azulejos espejados mientras, al lado, algún hombre se bañaba.
También lo hicimos en el auto de papá camino a Mar del Plata. Mamá y papá adelante, él y yo atrás. Tapado con una manta por el frío de la noche apoyé mi cabeza sobre sus piernas.
Después, que las compras, que ir a buscar el pan, que cargar nafta. Papá le prestaba el auto. Nos perdíamos en el bosque Peralta Ramos.
Me quedaba todo el día con la cabeza al sol para insolarme y no salir a cenar con la familia. Inventaba cualquier cosa para que él me cuidara.
El día que me enteré que estaba saliendo con una amiga de mi hermana, me la jugué. Le dije que iba a contar todo. Fue en la playa de Punta Mogotes. Eran como las cinco de la tarde. Mamá, papá y mis hermanas ya se habían ido para la casa. Hizo un pozo en la arena y me enterró hasta el cuello. Agarró un puñado del suelo y me lo metió en la boca. Más tarde me arrastró al mar, hasta donde yo no podía hacer pie. Me tenía abrazado de espaldas a él, me bajó la malla, se frotaba contra mi cuerpo. Me pidió que se la apretara con la mano y la sacudiera: Si contás algo, te ahogo, decía, mientras empujaba mi cabeza debajo del agua.
Algo había salido mal. Lloré de rabia. De celos.
 
 
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En la esquina de Paseo Colón y Cochabamba, de ocho a doce de la noche, hacía cincuenta pesos por día. No estaba mal, pero era una calle muy transitada. No me dejaban tranquila. De los autos me gritaban de todo: raro, carolo, traga sable, trabuco, trava, mujer con manija, puto del orto, sucio. Hasta hijo de puta me gritaban.

Me fui a Brasil y Azopardo, más para el bajo todavía, cerca del bar de Pirulo, donde paran a comer y hacen noche muchos camioneros. Allí ganaba casi lo mismo. El problema fue que estaba muy cerca de La Boca donde siempre hay partidos, bardos. Enfilé por Brasil hasta Costanera.

De pronto me di cuenta de que el cuerpo no me ayudaba. Las dietas no surtían efecto. Con un metro ochenta y algunos kilos de más, pensé que lo mejor sería convertirme en una gorda sexy.

Me armé un cuerpo de mujer.

Averigüé precios con un montón de médicos, pero es una operación muy cara de la que sólo se dan el lujo las conchudas de plata. Tuve que recurrir al secreto de la calle: silicona industrial. Y a Rita Jeiguor, una vieja travesti amiga. Todo por ochocientos pesos y la condición de tomar penicilina durante la semana anterior.

Me preparé. Guardé un buen canuto para esos días y le pedí a mi amigo Marito que viniera a cuidarme. Aunque decidí hacérmela en invierno para que se encapsulara más rápido, si no hacía reposo corría el riesgo de que la silicona empezara a escurrir.

RJ me preparó los carriles con elástico ancho y grueso: una tira bien ajustada alrededor del torso por debajo de las tetillas. Dos lateralescosidos al primer elástico debajo de los brazos y anudados al cuello, para que la silicona no se corriera hacia las axilas. Y dos tiras centrales, desde el medio del primer elástico hacia los hombros, dividiendo cada pecho para que no se juntaran. Tan ajustados, tan apretados, que no podía respirar. Durante doce horas RJ fue inyectando silicona debajo de mi piel. La aguja era corta pero gruesa y a pesar de la xilocaína, sentía el fuego: un hierro candente.

Con las tetas ya infladas, me puse un corpiño talle ciento diez para sostenerlas y darles forma. Me quedé quince días sentada en la cama, con los elásticos y el corpiño puesto, a esperar que la silicona se encapsulara. Muchas chicas, por la necesidad de trabajar o por la ansiedad de lucir sus nuevas lolas, se sacan los carriles antes de tiempo y la silicona se les deposita en la cintura como salvavidas, o se les juntan las dos tetas en un solo globo que tienen que dividir pasándose una cuchara o una botella calientes, con fuerza, a lo largo del pecho para marcar de nuevo la zanja. Es la única forma de volver a ubicarlas aunque ya no puedan mostrar el escote todo quemado.

Tan contenta de cómo me habían quedado, me entusiasmé.

La de la cola duró diez horas y fueron otros quince días en cama, boca abajo. Si me sentaba me quedaba el culo hecho una pizza. Si me paraba, corría el riesgo de que mis piernas, al escurrirse la silicona, se convirtieran en patas de elefante.

Me retoqué los abductores para que las piernas quedaran bien contorneadas; y apenas en la frente: ahora la tengo más bombé. En los labios no me hizo falta porque los tengo bien carnosos. Yo tuve mucho cuidado, RJ es una profesional. A la Milly, por hacérselo con una primeriza, le quedó la frente llena de lomas de burro y un pómulo más alto que otro. Tiene los labios que parecen dos Paty, no puede modular. Hay travestis viejas, que por no haber usado en su momento una buena silicona, hoy, en vez de tetas tienen colgajos.

Algunas después de hacerse, se queman la pija con agua hirviendo para inutilizarla o se la atan con un pedazo de media de mujer: la tiran para atrás y se la esconden entre los cantos. Está quien se la quiere cortar. Pero yo nunca renegué de ella. Me gusta dar y recibir. Así también gano más plata.

Todavía estaba haciendo reposo cuando vino a visitarme La Guarra, una amiga que la estaba pegando buena. Me contó que los de Prefectura las habían echado de la parada porque no querían chicas en la puerta del Casino de Buenos Aires. Y me pasó el dato: La posta está en Puerto Madero.

Los dos primeros años, allí, hacía muchos hoteles, llegué a juntar doscientos cincuenta mangos en una noche. Hoy, hago sesenta, setenta.

Siento que soy un ser mágico: tetas, caderas, buen culo, lindas piernas. Y una verga. A eso le agrego medias de seda, tacos de diez, un buen escote con las tetas al plato y los labios con rouge.

Doy fe: no hay hombre que se resista.

 
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El tipo frena el auto. Yo le canto el precio y si acepta, subo. Pero no sé, todavía, que servicio va a tomar. Recién cuando detiene el auto en el oscuro y me paga, descubro lo que quiere. Si se hace el sota tomo la iniciativa:

¿Papi, te parece que arreglemos ahora, así nos olvidamos?

El que tiene guita no pide precio. De una, abre la puerta. Y no hay que apurarlo, por ahí, después del pase viene una buena propina y se liga el doble.

Lecop, patacones, dólares, hasta ticket canasta ofrecen. Los drogones transan merca por sexo. Muestran la piedra o el papel y siempre dicen lo mismo:

Jamón del medio, ¿subís?

Otros, en cambio, quieren compartir el porro.

Pero a mí, lo que más me calienta de todo esto, más que los tipos, es la plata.

Están los camioneros que ofrecen mercadería: bolsas de harina, yerba, fideos, papel higiénico. Uno me quiso arreglar con un cajón de bananas:

Otras chicas tal vez agarren viaje –le dije.

Y ahí van, las travestis pobres, en tacos altos y medias de red, cargando las bolsas al hombro.

Con la policía hay un arreglo institucional: le damos un fijo por semana. Si estamos cortas de efectivo, arrimamos con un servicio. Si en una razzia nos pescan in fraganti, nos sacan la plata. Entonces arreglamos: cincuenta y cincuenta o un servicio. Algunas botonean a los chorros a cambio de que las dejen laburar. Yo nunca arrimé ni siquiera de onda con un cana. Conozco la ley, conozco la trampa.

Están las que transan con los puesteros de choripanes y cambian sexo por el sánguche y la Coca. No es mi caso; yo quiero el billete. Con el único que llego a algún arreglo es con Adrián, el distribuidor de artículos de peluquería. Gracias a eso tengo veinte frascos de tintura y el secador. Ahora voy por la planchita. Si algún tachero me gusta le hago precio: el servicio de veinte se lo cobro quince y que después me lleve a casa. Si un camionero me pide un bucal y no tengo cambio de veinte, los otros diez quedan a cuenta. Yo nunca fío.

Una vez uno paró, preguntó precio y haciéndose el distraído me dijo que no tenía efectivo:

Lo único que tengo para darte es el reloj de mi esposa.

Era uno de esos imitación que venden en Retiro.

Pero esto es de plástico, no vale ni la mitad de lo que yo hago.

Te dejo mi documento, pero por favor, aunque sea unos besitos dale.

¿Qué se creía: que me iba a aparecer por la casa, con el documento, a pedirle que me pagara?

No, mi amor, acá es con pla-ta, entendés. Andá, juntá diez pesitos y volvé.

Una amiga tuvo más suerte. Un tipo, no sabemos si por borracho o por calentón, le dejó un Piaget. Se alzó con mil doscientos por un bucal.

A veces, si el día viene mal y ofrecen cinco pesos, les doy mi mano. Sólo mi mano.

Están quienes se hacen los novios, vienen todas las noches y nos confiesan su amor para que lo hagamos gratis. Les tenemos que pedir que se vayan porque no nos dejan laburar. Otros paran el auto, abren la puerta y mostrandolá dicen: Mirá que linda ¿te gusta? Vení, subí un ratito. Y hay que explicarles que en esta profesión se cobra por eso, que si quieren hacerlo gratis se busquen un marica o una puta. Hay que decirles mil veces que para nosotras esto es un trabajo. Que no es lo mismo ser puta que prostituta.

Unas compañeras han canjeado sus servicios por licuadoras, equipos de música, televisores, videos. Después los venden.

El más desubicado me ofreció un lechón. Para sacármelo de encima le dije que, como no tenía freezer, pasara más cerca de Navidad:

No –me contestó –, el lechón está vivo.

Qué querés, ¿qué lo saque a pasear todas las mañanas con una correa?


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