En memoria de Enrique “Quique” Maratea, secuestrado-detenido-desaparecido, por la dictadura cívico-eclesiástico-militar argentina.

12 de septiembre de 2021

En memoria de Enrique “Quique” Maratea, secuestrado-detenido-desaparecido, el 29 de abril de 1977, por la dictadura cívico-eclesiástico-militar argentina.

 

Por María Maratea

 

Siempre me preguntaba si ese Enrique Maratea, era familiar. Por cuestiones políticas la familia por parte de mi padre estuvo dividida, motivo que me impidió conocer a gran parte de ella. Pero las redes sociales, a pesar de toda crítica, a veces, nos da la posibilidad de encontrarnos con personas que ni soñábamos tan cerca.

Nos conocimos hace poco a través de Facebook. Alejandra Maratea me contactó. Tomé como punto de referencia a Pedro Maratea, el actor de los años 50, de quien yo sabía primo de mi papá. Era fácil, si también era familiar de ella no había duda de que algo teníamos que ver. Y así fue. Estallamos de emoción cuando nos reconocimos primas. Más yo, porque al fin pude desentrañar mi duda. El Enrique Maratea de quien tanto me preguntaba, era su hermano: mi primo.

Miles de preguntas, algunas sin respuesta, pero algo muy claro: un hermano que desaparecieron. Se esfumó. No saber nada. Nunca más. Ni siquiera tener el cuerpo para ubicarlo en algún lugar, en el pensamiento, y así poder frenar el vacío del vértigo que provoca la ausencia.

 

Alejandra es médica y vive en La Lucila del Mar, en el Partido de La Costa en la provincia de Buenos Aires. Está casada y tiene tres hijos. Pronto será abuela por primera vez. Me habla de él. De Quique. Lo sigue amando de la misma manera como cuando eran chicos y jugaban a tirarse almohadones. Me cuenta que era muy inteligente, con facilidad para la matemática y el dibujo, que estudió arquitectura, pero que no terminó la carrera. Que era muy querido en el barrio, en La Matanza, donde la gente se le pegaba. Ahí, donde fue padrino de un hijo de un albañil paraguayo muy popular entonces, por haberse caído de un piso 13 y resultar ileso. Que era un cuadro político increíble. Que el amor, la tolerancia, la comprensión y la sensibilidad que emanaban de su ser, eran infinitas.   

Alejandra tiene la voz de esas personas seguras con un dejo de serenidad que encanta. Es lindo escucharla. Por culpa de la pandemia todavía no pudimos abrazarnos, aunque a través del wasap la distancia se acorta ante tanta emoción. Le digo que quiero saber de Quique. Le pido que me cuente más, sin saber que no hace mucho tiempo pudo empezar recién a recordarlo sin dolor. Amorosa, me dice que sí. Que quiere contarme. Y con esa ternura que la invade cuando habla de él, aquí lo evoca, en el día de su cumpleaños.

 

“Dejé de tenerle miedo a los recuerdos cuando descubrí que las personas que amamos y que partieron siguen viviendo una nueva forma de vida en nuestro interior, en nuestro corazón. Creo profundamente en esto. Así, desde que fui recuperando una nueva forma de vincularme con Quique, los recuerdos me aparecen constantemente. Acepté mi dolor, acepté la convivencia con él, dejé de luchar para no sufrir, a sabiendas de que el sufrimiento y el dolor van de la mano con todo lo amoroso que él dejó impreso en mi memoria ‘celular’. Los recuerdos empezaron a surgir. Fue lentamente. Mi niñez tiene la marca de su presencia. Todo lo que compartía con él era lo que más amaba. Jugábamos. Y a pesar de que me llevaba nueve años, siempre tenía la capacidad de internarse en mi mundo. Era fanático de los autos, era re ‘tuerca’. Hábil al volante, me llevó muchas veces al Autódromo a ver carreras de Fórmula 1. A mí me encantaba. Los domingos a la mañana se despertaba muy temprano y me llamaba para que fuera a su pieza para ver juntos las carreras por la tele. Teníamos un Scalextric y coleccionábamos autitos. Él me enseñó a manejar. Una vez, yo no supe hacer una maniobra para girar y justo venía una camioneta a toda velocidad. Me asusté y me bajé del auto dejándolo solo. Cuando todo pasó pensé que me lo iba a recriminar, pero se moría de risa por mi reacción. Jamás recibí de su parte ni esa vez ni nunca, un reproche, un reto. Y no por no merecerlo porque, en verdad, a veces no me portaba bien. Él, mi hermano mayor, me hablaba. Me explicaba con ejemplos prácticos, fundamentalmente con mucho amor y con algo que lo acompañó casi toda su vida: el humor. Y digo casi, porque recuerdo que este aspecto no estaba en él en sus últimos tiempos o tal vez yo, ya no lo veía. Nunca conocí a nadie con el humor de mi hermano. Me resulta difícil definirlo. Tenía la capacidad de observar a alguien e imitarlo y ver esas caricaturas con tanta expresión en su cuerpo era para morirse de risa. En la quinta de mis viejos jugábamos mucho. Me enseñó a hacer honderas, aunque eso a mí no me gustaba, pero él lo respetaba y no insistía. Otra de sus características: el respeto a todo lo que no coincidía con sus gustos. No era de hablar mucho, solo lo estrictamente necesario, las palabras justas. Yo lo admiraba, quería ser como él. Era mi modelo a seguir. Él me explicaba cuando había algún conflicto en casa, me contenía cuando yo tenía miedo, me hablaba cuando me daba el terror y no podía dormir. Era fanático de Racing, me llevaba a la cancha, a la popular. Tenía una habilidad especial para dibujar, pintar y para fabricar cosas, hasta fabricó juguetes de madera, hermosos, que vendía en una juguetería muy grande de la calle Corrientes: casitas de muñecas, estaciones de servicio, muñecos. Era un excelente nadador. Le encantaba jugar a la pelota en la pileta. Competíamos a ver quién aguantaba más tiempo sin respirar debajo del agua. Le gustaban los Beatles, Bob Dylan y Leonardo Favio. Cuando viajó a Estados Unidos me mandó una carta muy linda, muy divertida, con un dibujito de un perro. Se la di a mi hija Cami para que la guardara junto con otras fotos. Yo no podría volver a leerla.

 

Ese día fui a trabajar temprano, vendía y repartía artículos de limpieza. Había un sol hermoso, ni una nube, radiante, no parecía de esos días en los que podía ocurrir una tragedia. Cuando al mediodía llegué al depósito mi jefe me dijo que habían llamado mi mamá y mi hermana para que me fuera urgente a casa.  Mi mamá había ido al departamento de Ramos Mejía, donde Quique vivía con su mujer, Susy, y con Soledad, su hijita de un año. Les llevaba el dinero de un departamento familiar que se había vendido para que pudieran irse. No les había avisado que iría. Era una sorpresa.

 

Él estaba muy feliz con el nacimiento de Sole, que fue prematura. Había dejado de militar y ya no quería volver. Me decía que el amor por un hijo era algo indescriptible, que no era igual que el amor del hijo al padre, que por su familia ya no quería arriesgarse a seguir en la organización. Habían perdido un bebé de cinco meses, Felipe. Me contaba que lo había visto chupándose el dedo. Era de una inteligencia práctica, resolutiva, racional. Su sensibilidad exquisita, con un fuerte compromiso social, con un sentido de la justicia, de la amistad, de la fidelidad, de la entereza muy muy altos. Una nobleza de espíritu y una capacidad de renunciación y entrega totales. De altos ideales. No lo recuerdo haberse puesto negativo nunca, sí tal vez taciturno, con preocupaciones, ensimismado, tal vez algo cerrado sobre todo ya en los últimos tiempos. Cuando entristecía se quedaba callado. Sus ojos, muy lindos, tenían un dejo constante de tristeza. Lo vi llorar tal vez como pocas veces se ve llorar a un hombre, con congoja, con lágrimas, quebrado, el día que murió Perón. Enrique, Quique, Quito, tenía una suerte de pesadumbre. La cosa estaba cada vez más fea. Sus compañeros empezaban a desaparecer. Él vivía en la clandestinidad. No podía trabajar y su seguridad y la de su familia corrían peligro. Tenían pensado irse a un pueblito al oeste de la provincia de Buenos Aires: América. Ahí iban a armar un microemprendimiento junto a una pareja amiga, comprarían máquinas para fabricar pastas caseras. En 1966, le tocó el servicio militar en la SIDE (Servicio de Inteligencia del Estado). Fue ascensorista y luego chofer. Casi no lo veíamos y yo lo extrañaba horrores. Creo que fue allí donde comenzó a encontrarse con gente con la que pensaban de forma semejante. Recuerdo a un par de estas personas que luego estuvieron vinculadas a su militancia.

 

La noche anterior no habían dormido en el departamento. Se habían enterado del secuestro de un amigo, un compañero de militancia, Félix, el gordo. Pero Quique tenía que ir a buscar la ropa de Soledad, para luego huir. Con su esposa acordaron un código: si estaba todo bien, él subiría y bajaría una de las persianas varias veces, así ella, que se había quedado en la esquina de enfrente con Sole, podía subir y llevarse lo que necesitaban. Fue mi mamá la que llegó primero. Encontró la puerta rota y unos cuantos milicos adentro. Habían destrozado todo. La ropa de la bebé tirada y pisoteada por botas. La interrogaron y, por supuesto, le robaron el dinero. No la lastimaron, solo le preguntaban por mi hermano, pero mi mamá no sabía nada. Al rato, llegó Quique, pálido, con un milico que lo había interceptado en el hall de entrada. Le permitieron a mi madre despedirse, la acompañaron hasta el colectivo y ella le pidió a uno de ellos que se quitara los lentes, la mirara a los ojos y le prometiera que le iban a devolver a su hijo. El muy cínico se lo prometió.

 

La persiana no se subió ni se bajó.

Mi cuñada y mi sobrina pudieron huir.

A mi hermano se lo llevaron.

El departamento quedó vacío, se llevaron todo, hasta las fotos.

Mi mamá, con la ingenuidad que la caracterizaba, siguió creyendo en esa falsa promesa que la mantuvo ilusionada durante años. Estaba convencida de que su hijo iba a volver. 

Yo no. Yo sabía que lo iban a matar.  

 

Al mes, entre los familiares de desaparecidos se corrió la voz: el capellán del ejército Monseñor Emilio Grasselli, tenía un despacho cerca del puerto y estaba dando información. Mi madre fue, hizo la larga cola de familiares que, como ella, esperaban saber algo de sus seres queridos. Grasselli estaba sentado frente a un fichero. Cuando mamá le preguntó por su hijo, por mi hermano, Grasselli, el siniestro Monseñor Grasselli, le dijo que aún estaba vivo, pero que su situación era muy complicada.

Nunca jamás supimos absolutamente nada de él. Nada de nada. Ni quien lo secuestró, ni dónde lo llevaron, ni dónde estuvo. Tampoco recuperamos su cuerpo.

¿Sabés, Mari?, mi hermano continúa desaparecido”.

 

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Enrique Atilio Maratea, comenzó su militancia en Tacuara y luego en Montoneros. En 1971, lo hizo primero en la JP Capital, luego en La Matanza donde fue el responsable de la “Regional I” de Zona Oeste Provincial.

Fue secuestrado-detenido-desaparecido en Ramos Mejía, por la dictadura cívico-eclesiástico-militar argentina, el 29 de abril de 1977.

Había nacido un 12 de septiembre de 1948.

Tenía 28 años. 

 


Si tenés algún dato que pueda orientar sobre su destino, por favor, escribinos a:
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Muchas gracias.

 

 

 

                                                       Enrique Atilio Maratea