Entrevista a Guillermo Saccomanno - Para Revista Cerdos & Peces (2004)

(Publicada en la revista Cerdos & Peces 2004)

"Estar vivo, en nuestra generación, es un milagro"

Prohibido escupir sangre, Situación de peligro, La indiferencia del mundo, Roberto y Eva, Bajo bandera, Animales domésticos,  El buen dolor, La lengua del malón, son los títulos que forman parte de la producción literaria de Guillermo Saccomanno. Escritor argentino. Porteño. Premio Nacional de Literatura 2001. ____________________________________________

“Buenos Aires es una histérica con sonido de taco aguja” . “Lo mío no es la idealización del sujeto urbano, pero acá no leemos. Comemos hamburguesas literarias”

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por María Maratea

La cita es un sábado a las 11,30 en un departamento de Retiro al que viene a dar taller literario cada quince días desde Villa Gesell, lugar donde reside. Por el portero eléctrico dice que el ascensor no funciona, que no, que no suba los nueve pisos por escalera, que lo espere en el bar de enfrente, el de la esquina, el de  Av. Córdoba y San Martín.  No se hace esperar. Llega pronto, en jeans, grueso pulover azul y una gripe a cuestas que lo tiene a maltraer hace una semana. Pide un té bien caliente. Dice que tiene ganas de fumar pero que no lo va a hacer, al menos, no por ahora.

                                                                                                                                                                        
Aunque  se puede sospechar cómo es la vida de un escritor a través de sus textos,  uno, muchas veces, se encuentra leyendo un libro y entre página y página vuelve las hojas a la contratapa o a la solapa buscando la foto, la cara del autor. Y uno, muchas veces se pregunta qué cosas le suceden a ese escritor mientras escribe un libro.  ¿Cómo es tu “mientras escribo”?
 
Mientras escribo todo lo que pasa alrededor siempre es más interesante que escribir. La vida parece siempre estar en otra parte. Y es más interesante escuchar el contestador, bajar a la calle, encontrarte con un amigo, pispear las noticias del diario, o de pronto te parás para hacerte un té, mirás la biblioteca y te quedás colgado en un libro. En realidad, el tiempo de escritura no es el tiempo de escritura en la máquina. Para mí el importante es el de estar cerca, es decir, estar sobre el texto, pero esto no implica que estás sentado “escribiendo”. Hay un pensamiento subterráneo que empuja la escritura, del mismo modo que un cuento no es nunca el cuento que uno cree escribir sino que hay otro  por debajo. A veces lo importante es el tiempo que vos tenés de concentración más que el tiempo de bajada, pero nada de esto sirve si no tenés el tiempo de bajada y no tenés una disciplina para sentarte todos los días.

¿Cómo se logra esa disciplina siendo todo más interesante? 
 
Creo firmemente en la disciplina. Por eso, entre otras razones, me fui a vivir a Villa Gesell hace quince años. Cuento mi tiempo allá más por libros que por años. Allá tengo menos distracción, vivo de modo austero y tengo el tiempo concentrado en la escritura. Al principio me costó pero yo sabía que el esfuerzo valía la pena. Estaba harto de Buenos Aires. Ahora ya no: estoy reconciliado. Buenos Aires es como una histérica ¿no? Buenos Aires tiene sonido de taco aguja. Te ofrece todo, pero nunca vas a llegar a poseerla. Y uno va corriendo detrás de la histérica todo el tiempo. Una histérica que te ofrece en lo cultural una oferta muy alta y por otro lado, también, todas las otras atracciones que presentan los bares. La zona donde paro cuando estoy en Buenos Aires, aquí en el Bajo, es un imán para la distracción.

¿Cómo es?
 
Es una zona muy rica en términos de observación. Están las putas del bar de la esquina y ves como tres estilos de puta: la del mediodía, la de la tarde y la de la noche. Algunas, parecen secretarias ejecutivas, otras más reventadas. Las ves en las noches de pleno invierno, que andan casi en tetas en el viento helado que sube del río.  Están los pungas los sábados o los domingos a la mañana, que vienen a afanar a los turistas. Cuando ves dos o tres rubios con facha de extranjeros que están mirando para arriba viendo las cariátides o qué lindo es el cielo de Buenos Aires, detrás vienen unos pibes morochitos con zapatillas deportivas, que van a manotearlos. Tenés toda la gama infinita de personajes que hay en una zona donde están, desde los hoteles internacionales y el turismo, hasta una terminal de ómnibus y una terminal de trenes. Una estación siempre produce un enjambre humano variadísimo. Además del lumpenaje tenés la zona de Madero donde están todos los tilingos, ese ejército de traje gris que va a trabajar a la mañana como si fueran Michael Douglas. Se sienten en Wall Street pero están en el Río de la Plata, a unas cuadras de la 31.

         ¿Por qué elegiste vivir en una zona tan tentadora para después irte a Gesell?
 
En la Villa hice una especie de cura. Yo había trabajado durante muchos años en publicidad y en historieta y chupaba demasiado, tomaba muchas pastillas y al irme a la costa empecé a combatir la angustia de otra manera. Por lo pronto, si vos caminás una hora contra una sudestada, es mucho más poderoso el efecto que un puré de lexotanil.

¿Fue una huida para no caer en la tentación?
 
Una retirada mas que una huida. No es lo mismo. Me reconozco débil porque admito mis tentaciones. Trabajé en publicidad, así que no me vengan con la cultura de la imagen. La retirada es buena porque te exponés menos a este tipo de cosas. Yo veo la retirada como la sugiere el I Ching, protegerse para ver cómo se avanza, y a mí donde me interesa avanzar es en la escritura. En la Villa dejé la pasta y bebo considerablemente menos. A  mí me preocupan cada vez más los resultados del trabajo que uno hace despierto, no los resultados de la inspiración fortuita de la noche donde todos somos talentosos y si ves en la mañana siguiente lo que escribiste no aguanta ni media mirada. Esto, por supuesto, tiene también que ver con la edad. Estoy cada vez más veterano. Ahora confío en las horas de la mañana que son las de mayor lucidez.

¿Qué relación tenés con el mar?
A mí me decían que si iba a vivir a la costa no tuviera la máquina frente a la ventana porque el mar distrae. Sin embargo, cuando escribo, yo tengo el mar frente a la ventana y para mí es fenomenal. Te limpia la cabeza permanentemente. Al vivir en la Villa cada día puedo vivir con menos, pero no sin el mar. Necesito su presencia a la mañana. Necesito levantarme y verlo. Creo que el mar es como una lija muy fuerte a la vanidad. El mar te devuelve a tu pequeñez. La gente en la ciudad vive en edificios altos y se cree Dios. En cambio parado frente al mar tenés escala humana. En la Villa, hay todavía una realidad manejable en escala humana. Está eso de que te conoce el carnicero, el kiosquero, el vecino, el paisaje de las calles de tierra o de arena, que a mí me remite mucho al barrio donde yo crecí en una franja entre Floresta y Mataderos donde había calles de tierra, donde imperaba una solidaridad barrial. Si vos no salías de tu casa venía un vecino a ver qué te había pasado. Esto también funciona en Villa Gesell, que es una mezcla de Middle West con San Justo. Las ciudades en cambio son inmanejables, pero no es sólo un conflicto de Buenos Aires sino de todas las grandes ciudades. Creo que es lo mismo acá, que en San Pablo, que en el DF. Y para un escritor estar alejado de todas las tentaciones que ofrecen las ciudades es bueno. Con el tiempo te das cuenta de que podés prescindir de todo eso porque no te interesa. Por lo menos a mí no me interesa.

 ¿Qué cosas te interesan hoy?   
 Por ejemplo, me voy dando cuenta de todo lo que me falta leer hacia atrás. Yo no leí todo Shakespeare y no creo que muchos escritores se lo hayan leído. Yo no leí bien los griegos, y creo que muchos escritores mienten cuando dicen que se leyeron todo. Tampoco conozco a  muchos que hayan leído todo Proust. En la medida que te tomás el oficio cada vez con más rigor, como  misión, te lo vas tomando con una seriedad que te hace sentir como frente al mar: cada vez mas chico. Y frente a la escritura te sentís cada vez mas tarado porque claro, si vos estás escribiendo y leés El rey Lear te sentís tan idiota. No me interesa ya más cierto tipo de literatura que se promociona a través de los suplementos o de las modas. Yo quiero leer esos tipos que, como el mar, me devuelven a una noción real y no sentirme que estoy metido en una carrera con la histeria: la carrera de la ciudad, la carrera de las vanguardias, la carrera de los suplementos,  la carrera de la figuración. En la ciudad se confunde la figura del escritor con las intervenciones públicas, que no pasan sólo por un artículo o una colaboración en una revista, sino por ir a una mesa redonda, participar de un programa televisivo, ir a fiestas, a vernisages.

¿Cómo te organizás para escribir?
Me levanto a las seis, me preparo un té, bajo las noticias en la compu -a veces ni siquiera las bajo-, y empiezo a escribir mientras amanece. Si logro laburar desde las seis hasta las once de la mañana ya tengo cinco horas. Paro un rato al mediodía, salgo a caminar, almuerzo, después de almorzar corrijo otro poco, me tiro un rato, me levanto, sigo corrigiendo, reescribiendo y a la noche le pego otra embestida. Entonces, cuando yo cuento el tiempo de producción por ahí tengo jornadas de catorce horas de escritura pero sin sentirlo, no son catorce horas que me puse corridas. Esto te lo impone también no sólo la escritura, sino el estar metido en una novela. Una novela alcanza un punto en que te absorbe y tenés que vivir en función de la escritura. No podés entrar y salir, entrar y salir, como en un cuento. En una novela tenés que quedarte.Porque si te tomás vacaciones cuando volvés los personajes te miran preguntando ¿y éste de donde viene?

 ¿Qué  necesitás para escribir?
           La verdad es que un escritor, como decía Faulkner, necesita muy poco: un poco de whisky, un lápiz, un papel, tabaco: No mucho más. Esto debe parecer como un voto de austeridad pero a mí me funciona.

¿Está relacionado con el hecho en sí de ser escritor o con una madurez donde uno se va dando cuenta de que va necesitando cada vez menos cosas para vivir?
De pìbe quería ser maestro, no te digo que maestro rural, pero le pegaba cerca. Mi sueño era irme a vivir a un campo, a un lugar desolado y tener así un trabajo medio solitario. Pero la vida me fue llevando, por imposiciones familiares, hacia el bachillerato y otros estudios. Cuando a los veinte descubrí la Patagonia a través del servicio militar -que no fue precisamente una Patagonia de turismo – fue como colimba en Junín de los Andes en el año del Cordobazo. Un año particularmente duro. No obstante me enganché fuerte con el lugar. Un lugar al que habría ido a vivir muy gustoso. Con el correr de los años elegí Villa Gesell y sigo viajando a la Patagonia ya sea porque me invitan a dar charlas o a ferias del libro. En el camino te sorprendés en esos parajes donde hay una estación de servicio, un ranchito donde venden ginebra, fideos y yerba y hay dos perros muertos de frío. Y los camiones que pasan cada tanto. Eso tiene algo del orden, a ver, como te lo podría decir, de la internación en un monasterio.Una vez hubo una tormenta feroz, mucha nieve, se suspendieron los vuelos, se bloquearon las rutas,  y me tuve que quedar varado unos días. Me acuerdo que yo la pasé fenómeno leyendo los diarios de Kafka. Es decir, tenés un libro, un cuaderno y un lápiz y la poca gente que te rodea. Todo puede ser fascinante, si estás dispuesto a que la realidad lo sea, claro.

¿Lectura obligada, Kafka?
Sí, una lectura obligada. Ningún escritor te humilla tanto como escritor como Kafka. Tiene toda esa obsesión con la palabra, con describir esa relación entre la palabra y el cuerpo, de encontrar una palabra que lastime, una palabra como hacha,  una palabra que sea la verdad. Hay toda una concepción, te diría casi mística, de la escritura en Kafka.

¿Cómo son las ferias del libro en el interior?
En el interior son como kermeses de barrio, donde la relación con lo cultural tiene un sentido muy distinto del show off y del marketing. La gente que vive en estos lugares tiene una relación con la palabra y con el libro que es distinta a la que tenemos nosotros acá. Lo mío no es la idealización del sujeto urbano, pero acá somos como gordos, somos como obesos, nosotros no leemos, comemos hamburguesas literarias. En cambio en el interior, valoran mucho más lo que tienen no sólo por la escasez de recursos sino, porque la relación con el libro es más solidaria. Puede parecer demagógico esto que digo con respecto al interior, pero si vos pensás en nuestra literatura, es cierto que Dios atiende en Buenos Aires, pero también es cierto que todos nuestros grandes escritores provienen del interior. Pavese decía que toda verdadera literatura, toda literatura con nervio, es una literatura provinciana.  Puig viene de Villegas, Tizón  de Jujuy, Antonio Di Benedetto de Mendoza, Castillo de San Pedro, Briante de Belgrano, Dal Masetto de Salto, Walsh de Choele, Tomás Eloy Martínez de Tucumán, y sigue la lista. Creo que hay una relación con la naturaleza, con la formación y con el solo libro que tenés para leer. El escritor urbano está como cuando ya los antibióticos y las vitaminas no te hacen nada. Yo te desafío: vamos a la librería de acá del shopping donde la oferta es monumental. Lo más probable es que termines comprando algo que no necesitás. Algo que no te cambia leer.

¿Y la Feria del Libro de Buenos Aires, cómo es?
Es la Feria de los editores y de la gente del negocio del libro. No es una actividad sino promocional de los escritores en función de su venta. Eso del autor al lector: minga. Los autores van, pero como visitadores médicos de un laboratorio. Van a decir las bondades de su producto, entonces aparece un promotor que te dice: “Digamé usted que escribió esas bonitas páginas...” y vos, ponés cara de sí, afirmativo. Y el que gana es el editor. Esto es así. Si te invita la Feria en lugar de la editorial en que publicás, es también un equívoco. Eso no tiene nada que ver con la literatura. La Feria del Libro está relacionada intrínsecamente con el consumo, con los negocios del libro y la industria del libro. Y responde a una idea conservadora de la cultura. Una idea que lo integra a uno a un Parnaso oficial. Y detrás esta idea tiene, como soporte, a un gran comercio.

Vos ganabas muy bien en publicidad, fuiste director creativo de las agencias top, ganaste premios Clío... 
Sí, pasé por varias agencias, pero creo que cuando trabajás en la publicidad, sos un cuadro del sistema. Si querés progresar te tiene que interesar la guita lo suficiente como para querer tener una agencia, lo que no es tan sencillo. La publicidad tiene un ritmo de merca tan enloquecedor que te la pasás escabiando y falopeándote. Viví años de la publicidad, lo que me permitió también solucionar algún tipo de problema económico familiar, pero siempre estuve tratando de irme.

¿Qué diferencia notás con  los creativos de hoy?
En la época en que yo estaba en publicidad estaban: Trillo, De Giovanni, Guinzburg, Abrevaya, Dolina, Sanzol, directores de cine como Jusid, Fisherman, Antín. No era una actividad ortodoxa como ahora. Encontrabas escritores, músicos, directores y pintores. Digamos que esto fue así hace décadas. Y nadie era creyente. Hoy los pibes son creyentes en la publicidad. Son cruzados del sistema. Antes, en cambio, estabas en la publicidad ganándote el mango mientras escribías un libro o hacías una película. En la época de la dictadura la publicidad fue un escondite. Una vez a Guinzburg le preguntaron donde se exilió en la dictadura y él contestó: “Como muchos me exilié en la publicidad”

Vos también te exiliaste en la historieta.
Trabajaba en publicidad y también escribía guiones de historietas. Que me gustaba muchísimo más que redactar avisos. Porque en la época de la dictadura no había donde publicar. Mi primer libro de relatos iba a salir en la editorial Siglo XXI, pero me llamó el editor tres días después de haberme dicho que iba a sacar el libro para que fuera a buscar los originales porque había caído la Triple A. Seguí escribiendo historietas, seguí por ese lado. Porque es un género que me apasiona. De pibe pintaba, quería ser artista plástico, y con la historieta complementé el dilema de la imagen con la palabra. En la época de la dictadura colaboré también en la revista Humor que era lo que se podía hacer, pero no había mucho más. Fue muy enriquecedora la amistad que tuve con Carlos Trillo cuando trabajamos para Italia, para la revista Skorpio, para  Superhumor. Escribíamos, Trillo más que yo, para dibujantes como Breccia, Trigo,  Mandrafina. En aquel momento, la historieta, como era un género considerado menor, estaba menos observado por la censura de lo que podían ser géneros más tradicionales como la novela, la literatura, el cine. Con Trillo íbamos tensando la cuerda con las tramas. Hoy, uno ve eso que hacía y suena naive, pero en su momento era osado. No obstante, cero heroísmo.

¿Y además escribías?
Trabajaba como un bestia: por un lado era redactor publicitario y por otro escribía cerca de quince guiones de historietas por mes y además, estaba escribiendo una novela. Eso te da un oficio, te da una gimnasia. Tal vez así te esté explicando de dónde me viene la disciplina. Yo puedo escribir en medio de un quilombo, en medio de un estadio de fútbol o en el medio de la calle. Una vez que aprendiste a escribir en una redacción o en una agencia de publicidad ya podés escribir en cualquier lado.

¿Cuándo decidís ser escritor?
Es muy dificil explicarlo así, porque la situación se fue dando por decantación. Me fui apartando. A partir del 84 cuando sale mi primera novela me dan ganas de mandarme con todo hacia la literatura. Y me fui haciendo escritor, pero nunca me lo tomé como un apostolado. Me lo tomé más como un oficio.

¿Cómo pasaste la dictadura?
Como muchos, tengo amigos desaparecidos, asesinados. Es un tema del que me cuesta hablar a veces. Por ahí se necesita que pasen años para hablar de esto sin el oportunismo de victimizarse. Viví la dictadura con esa opresión que padecimos todos los que no nos rajamos. Me pasó lo que a tantos. Desde haber guardado en algún momento gente que estaba perseguida hasta andar aterrado mientras la mayoría festejaba el mundial ’78. Alguna vez tuve amenazas. Y si bien un editor de comics me ofreció trabajo en Italia, no me fui. Yo tenía a mi padre enfermo y por otro lado ya era padre de una hija. Me partía  no ver a mi hija y me partía no volver a ver a mi padre. Pude haberme ido. Es curioso el grado de inconciencia que teníamos algunos entonces. Andar fumado por la yeca y pasar una barrera de canas. Sabía que estaban desapareciendo gente, sabía que estaban los milicos torturando, pero, por momentos, como yo estaba tan en pedo o me daba con tanta pasta, atravesaba el peligro dado vuelta. Creo que el terror funcionaba en uno estimulando ese grado de autodestrucción.

¿Te enfrentás a la página en blanco?
El problema no pasa por la famosa página en blanco. Los escritores que me marcaron son escritores que se ganaron la vida con la escritura. Dostoievski, Chéjov, Scott, Cheever, Carver, eran tipos que escribían para ganarse un mango porque tenían que pagar cuentas y tenían una familia, y tenían gastos, es decir, la relación con la escritura es una relación doble con el alimento. En superficie, con el alimento espiritual. Y más en concreto, con el dinero. La escritura está mucho más conectada con la noción de trabajo que con la noción de arte, de gratuidad, de decoración, del acto caprichoso de “yo soy genio moderno”. Los escritores deben cobrar por lo que hacen. Que los escritores no podamos vivir de lo que hacemos es otra cosa.

¿Por qué no se puede vivir de la literatura?
Porque no alcanza la guita que te da un libro. Un libro te puede llevar dos años, tres, cuatro, cinco y lo que vas a percibir por ese libro no sé si es equivalente a un sueldo mensual. Son contados los escritores que pueden vivir de la literatura. Los escritores que yo conozco, desde Feinmann a Forn, desde Fresán a Belgrano Rawson, no viven solo de su literatura, dan talleres o trabajan en periodismo. Me acuerdo cuando se comentaba con envidia que Soriano ganaba mucha guita. A ver: ¿cuánto es mucha guita? A ver, porque la guita que el Gordo recibía por una novela considerando el tiempo que le llevaba, que eran tres años, si vos la prorrateabas como si fuera un sueldo, era el sueldo de un docente. Soriano escribía para un diario italiano, para el cine, para Página/12. No paraba de trabajar. Por supuesto, cuando recibía toda la tela por un libro junta por ahí le daba como para comprarse un auto. Pero no para lujos. En mi caso, coordino un taller de narrativa, escribo reseñas para Página/12, hago algunas colaboraciones periodísticas y cada tanto unos guiones de historietas.  

¿Cómo se distingue la buena literatura de la mala literatura? 
Es difícil responder esto porque uno corre el riesgo de pontificar. Yo soy bastante desprejuiciado. A mí me parece que lo que cuenta en primera instancia es el gusto. Si te gustó de entrada el libro o no te gustó. Porque un libro te debe dar placer, te debe seducir, te debe atrapar. Ahora, además del placer y del gusto - que es ideológico - tiene que haber algo más. La buena literatura es aquella que no solo te entretiene y te tiene agarrado con una buena historia, sino que también te deja algo. Puede parecer muy decimonónico, pero  creo en el mensaje. Una novela, un cuento, te debe dejar algo. Y también con ganas de ser mejor.

Mucha gente que lee a Bucay o a Coelho, dicen que les deja algo. ¿Es ésa buena literatura?
Es que están condicionados por el sistema para leer eso. Pero yo no sería tan taxativo en despreciarlos. Ya que alguien se ponga a leer un libro implica un gran trabajo. Yo sé que Harry Potter es lo que arrasa, pero cuando ves los pibes que van y lo siguen me veo a mí mismo como cuando era pibe y compraba El rayo rojo, para mí fue un paso para llegar a otra cosa. Por supuesto, gran parte de la literatura que se vende es funcional al sistema, pero hay que pensar que el libro no se puede aislar, no se puede desprender de la sociedad capitalista en la cual está inserto. Termina siendo un producto. Acá se trata de una situación de hecho y una situación de derecho. Todos tenemos derecho a acceder a la cultura. Pero no todos pueden. Y el poder dicta las reglas. Es determinante en este aspecto. El poder impone una idea de la cultura. Canoniza, regla, impone. Y los medios, que son del poder canonizan tanto escritores como instituciones. Como puede ser El Malba. ¿entendés? La cultura es el Malba. La cultura es el suplemento literario.

¿Cualquiera puede ser escritor?
Yo creo que la literatura no es para todo el mundo. Y no tiene por qué serlo. A la vez esta sociedad te condiciona para que tengas acceso a determinadas expresiones y no a otras. Esta sociedad te condiciona para que consumas televisión, no para que leas. En una sociedad justa todos deberían tener acceso a la buena literatura. Y la posibilidad de elegir si te gusta o no. Pero no hay ninguna sociedad que sea justa. Escribir es un laburo, te tenés que poner y de golpe vos estas metido en esto y no tenés para pagar la luz. No, no creo que la práctica literaria sea para todo el mundo. Mucha gente piensa -uno se da cuenta después de años de dar taller- que porque se separó ahí tiene la novela de su vida, cuando una separación es lo más rutinario que hay, o porque  metió un cuerno siente que el suyo es un heroísmo romántico tremendo cuando sabemos que el adulterio es la mas banal de todas las transgresiones burguesas. No, la literatura no es para todo el mundo.  ¿Sabés por qué? Porque con la literatura vos la podés pasar muy bien, pero tambien a la literatura uno tiene que dedicarle un tiempo completo. Y se termina convirtiendo, además de en un trabajo, en un vicio. 
 
¿Porque se sufre?     
George Steiner contaba en un reportaje que él estaba dando clases en norteamérica  en una universidad y una madrugada lo llamó un alumno de otra universidad. Llorando lo llamaba el alumno. Llorando porque había terminado de leer una novela de Dostoievski. Y le preguntaba al profesor: ¿Por qué? Toda una pregunta. La anécdota sirve para ejemplificar. Entonces la literatura, para mí, tiene que cumplir una función: hacerte sentir incómodo con el mundo. Aún la historia más entretenida te tiene que hacer sentir incómodo,  te tiene que cuestionar. Uno no escribe porque está todo bien, porque si está todo bien uno no escribe.

¿Que no esté todo bien responde al modelo de escritor torturado?
No, no creo en el escritor torturado. Creo en el sufrimiento y en el resentimiento a veces como motor, pero no hay que convertirlo en dogma.Yo escribo con mucho placer. Y me jode cuando no puedo escribir por distintas situaciones:  porque tengo que ocuparme de una cosa que me saca. Pero ni ahí me va lo de ser un torturado. Para mí un gran escritor es Roberto Fontanarrosa. La suya es una actitud de escritor que me gusta. El Negro disfruta con lo que hace. Y al leerlo notás que sus cuentos fueron escritos con felicidad.

¿Es fundamental haber estado en un lugar, o haber vivido determinada situación  para escribir acerca de eso?
Si vos tomás determinados textos concentracionarios del siglo XX - que fue el siglo de los campos de concentración-, frente a determinados textos como los de Primo Levi, uno no tiene otra reacción que la vergüenza por la especie humana. Esos textos fueron escritos desde la desolación, desde el sufrimiento más absoluto. A mí me parece que uno tiene, como escritor, en la medida que construye ficciones, libertad para imaginar lo que quiera y recrear los paisajes, las sociedades y los universos monstruosos que quiera pero creo que frente a experiencias tan inmediatas como han sido los campos de concentración,  ¿cómo ficcionalizarlos?  Los testimonios de las víctimas tienen una potencia que reduce la ficción a ornamento. Yo puedo asumir literariamente la subjetividad de un  profesor de literatura, octogenario, homosexual, cabecita negra, algo populista, simpatizante del peronismo, de las luchas obreras y puedo ponerme en ese personaje bajo las bombas del ‘55. Pero no sé si  puedo ponerme en la piel de quien estuvo en un campo de concentración. Cuando leo un texto como Poder y desaparición de Pilar Calveiro, yo ahí me freno y digo aquí está este testimonio: no puedo decirlo mejor. Uno debe admitir que hay temas que no puede encarar, que le quedan grandes.  Busco explicarme: estaba escribiendo sobre la toma del Frigorífico Lisandro de la Torre. Busqué documentación aún cuando no la necesitaba. De hecho yo me acuerdo de la toma de ese frigorífico porque mis tíos que vivían  en la calle Araujo, en Mataderos, trabajaban en ese frigorífico y participaron de la toma. Y tengo imágenes de cuando era pibe. Yo nací en el ‘48, en el ‘59 tenía once años y me acuerdo de esas imagenes, me acuerdo de los despliegues de tropas. Entonces, sobre eso puedo escribir porque forma parte de alguna manera de mi experiencia. Yo no estuve en la Plaza de Mayo en el bombardeo del ‘55, pero conozco gente que ha estado y trabajé con esos testimonios y además de pibe vi pasar los aviones por arriba de casa ametrallando el Parque Avellaneda en alguno de esos tantos cuartelazos que hubo en la época de Frondizi.

¿Esto alude a lo que Carver cuenta le decía su padre: “escribí sobre lo que sabés”?
Por lo pronto, conviene tener en claro que uno va a contar aquello que supone que sabe. Lo que ocurre es que después, el mecanismo, el proceso de escritura te enfrenta con lo que ignorás y te das cuenta de que en realidad lo que estás haciendo con la escritura es averiguar. Es ahí donde la literatura cobra valor, porque es mucho más importante aquello que se pregunta que aquello que se da por sentado. Ahí se arma otro intríngulis en nuestra literatura. Si pensamos nuestra historia literaria desde 1810 a la fecha comprobamos que la nuestra es una literatura joven. No tenemos a Sófocles, no tenemos a Cervantes, no tenemos a Rabelais. De eso no hay. Pero tenemos  una ventaja que es la libertad para operar con los géneros. El Facundo que es nuestro texto fundador, es un texto que lo podés colocar en el estante de ensayo, en el de pensamiento político, en el de ficción. Facundo es todo eso. El Matadero, de Echeverría, que también es un texto fundante dentro de nuestra literatura es un cuento, pero también es un  alegato político. Y  también es una crónica periodística. Si uno va a pensar en los orígenes, tiene mas libertad de la que imagina y en nuestro caso, en una literatura tan joven como la nuestra, uno tiene libertad entera para jugar con los géneros. Pedro Orgambide, un escritor del que fui amigo los últimos años, que no figura en el canon académico pero es un escritor que con el tiempo va a ir ocupando cada vez mas espacio, me contaba que el había estado en el bombardeo de la Plaza de Mayo porque él fue a cubrirlo como periodista. Para mí estos testimonios son vigorosos. Y tengo una cierta distancia frente al material. De eso puedo escribir. Pero sobre un campo de concentración no me animo.

¿Qué escritores te marcaron?
El otro día estaba ordenando los estantes de la bibloteca, y me di cuenta de que tengo todo Hemingway, Scott Fitzgerald, Pavese, Chejov, Conrad, Babel, por ejemplo. Y me daba cuenta de que manera se disponen los libros para el trabajo o para tu reedición del trabajo. Cuando no sabés como resolver una situación yo creo que es muy saludable ver como resolvió esto o aquello tal escritor. Me pasa también con el cine: cuando  escribía La lengua del malón, yo venía leyendo testimonios de la conquista del desierto. Esther Cross y Leopoldo Brizuela me habían pasado mucho material, pero había un momento en que yo, además del material necesitaba otra cosa y en un momento determinado encontré un ensayo de Lindsay Anderson sobre John Ford. Digo, si yo he escrito historietas y yo me formé viendo westerns ¿cómo no voy a poder escribir uno donde el ejército le entra a los indios?

¿Cómo ves el aporte de Rodolfo Walsh en esa cruza entre periodismo y literatura?   
Lo interesante en Rodolfo Walsh es cómo piensa un escritor y como procede ante sus materiales. Cuando hace periodismo, hace literatura. Esto es lo fenomenal: no plantea una diferencia. Por qué no encarar el periodismo con los mecanismos de la literatura, por qué no hacerlo. Un cuento como  Esa mujer, de Rodolfo Walsh es un ejemplo. Es un texto periodístico formidable, pero además es una pieza literaria notable.

¿Qué estás escribiendo ahora?
 Tengo in progress, como se dice, la revisión de un libro que había publicado a mediados de los 80, Roberto y Eva y se me ocurrió ver si puede trabajar en ésta el profesor Gómez, un profesor de literatura, que tan ameno resultó en  mi última novela La lengua del malón. Me parece que es piola eso de que la teoría literaria no es sino teoría política y si vos podés lograr contar a través de la teoría literaria las contradicciones de este país, vale. Porque la narración se vuelve una lectura de discursos y de contenidos. Esto en términos de intención, pero lo que me interesa siempre es contar una buena historia. Si no tenés una buena historia de nada te sirve todo esto. En verdad quiero reescribirla toda esta novela. Va  a salir en septiembre con el título cambiado. Se va a llamar “El amor argentino”. Tengo también esperando un libro de cuentos El pibe, con historias de iniciación y barrio. Y además estoy componiendo un libro con críticas y reseñas.  Tengo también una novela ahí inconclusa, una novela sobre los 70, La partera de la historia, con  una chica que busca su pasado en la Patagonia. Este verano terminé de escribir la primera versión de una novela con un oficinista de una Buenos Aires de un futuro próximo, un relato que quiero que tenga ese aura Baterbly, El capote. Es una novela bastante rusa y por eso va a llamarse La Perspectiva Nevski. A mí me calma esto de saber que tengo trabajo para cuatro o cinco años.

¿Trabajás con todos al mismo tiempo?
No, no. Ahora terminé un primer borrador de esta novelita  del oficinista, y pasé a “El amor argentino”. Cuando salga ésta, vuelvo a La Perspectiva Nevski. A veces puedo escribir un cuento al costado de una ficción larga, pero a mí me gusta esto de tener un cronograma de trabajo armado. Tengo una percepción tal vez medio proleta de la literatura, que hay que laburar todos los días. Pienso que si no laburaste no merecés el pan que comés al mediodía. Esto es así: si yo hoy trabajé, me siento a comer en paz con la conciencia.

¿A quién le mostrás tus primeros borradores?
El primero en leer lo que escribo, casi siempre en borrador, es mi amigo el Francés, el arquitecto Carlos Cottet que vive allá en Villa Gesell, dueño del hotel Arco Iris donde solemos reunirnos los amigos. El Francés Cottet es siempre mi primer lector. Además de ser un militante exilado en la dictadura, es un arquitecto creador, un tipazo de una percepción formal única. Yo le paso textos y él me dice si la pifio o no, si lo que describo es así o no es así.

¿Se sale escritor de un taller o de la carrera de Letras?
No, de la carrera de Letras se sale técnico. Y tampoco ningún escritor sale de un taller.  Un escritor puede pasar por un taller. Un taller es un itinerario que uno puede hacer pero no te va a dar aquello que vos no tenés. El taller te puede aportar en términos de encontrar una voz, un registro, orientarte en las lecturas. Los buenos talleres son aquellos donde no prima el interés del que da el taller sino el interés del que está buscando una manera de contar. Creo que la carrera de Letras, -yo fui estudiante de  Letras, lo aclaro - a mí me dio elementos, pero de ninguna manera me hizo escritor. Ya escribía cuando llegué a Letras. Empecé a publicar historietas poco más tarde, mientras cursaba. La cuestión de escribir narrativa pasa por otro lado: la platea o el ring.

¿Qué tiene de atractivo la  escritura?
Lo que tiene de maravilloso la escritura es que nadie te pidió que escribas lo que estás escribiendo. Vos no sabés cuando lo termines, si lo que hiciste -que seguro no va a estar a la altura de lo que vos esperabas que era- lo vas a poder publicar. Te puedo mostrar informes editoriales de rechazo de mis libros. Conservo uno escrito en la jerga de la carrera de Letras. La carrera te puede enseñar cómo no se escribe una novela. Pero no puede enseñarte cómo escribir una. En este sentido yo creo que los narradores están cometiendo un acto contra natura. Estás haciendo algo que nadie te pidió. ¿A quién puede calentarle esto que estoy escribiendo sobre la toma del frigorífico Lisandro de la Torre?

¿Cuál es tu mayor deseo en la literatura?
Que algún día cuando mis hijas me lean, desde la tumba no tenga que sentir ningún arrepentimiento por lo que escribí. No escribir una sola línea que pueda darle vergüenza a mis hijas.

¿Seguís siendo un pibe de barrio?
Yo creo a veces que nunca  me fui, como decia Troilo. Pero también pienso que lo mejor que te puede pasar en el barrio es irte. Yo no volvería jamás a vivir en el barrio mítico por que uno ya es otro. Voy a la casa de mi vieja, me gusta ir. El barrio cambió, no es aquel barrio, ahora hay asfalto, los vecinos son otros, las casas arregladas. El barrió cambió, sí. Pero más cambié yo. 

         ¿Es Gesell tu lugar en el mundo?
No se me ocurre vivir en otro lugar que la Villa. Creo que no podría sino vivir allá. Lo que pasa es que necesito venir cada tanto acá. Pero me gusta venir, ver a mis hijas, a mis amigos, caminar por la ciudad un fin de semana. Ser abuelo también hace que venga mas seguido y con mejor humor porque la vengo a ver a Lola,  mi nieta.

¿Cómo ves a tu generación?
Nuestra generación se bancó la dictadura, se chupó todo, se drogó. Toda una generación diezmada, perseguida. El terror, el exilio. Nos tocó todo en contra. Yo no me imaginaba que iba a llegar a los cuarenta, no me imaginaba que iba a llegar a los cincuenta y ahora voy a cumplir cincuenta y seis. Agradezco haber sobrevivido en un país con la dictadura que sufrimos. Estar vivo, en nuestra generación, es un milagro. Y si te  toca el milagro de vivir para contarla, tenés que contarla.




El narrador Paz

De Ayacucho es el Gaucho Miguel Paz. Desde pibe que vive acá en la Villa. En este edificio a media cuadra de la playa. Su mujer, Analía Belén, es la encargada del edificio. Ellos son mi familia acá. Hay sábados en que almorzamos viendo domas en el canal rural.  Pero aunque se hizo de este lugar, Paz no puede olvidarse de Ayacucho. Y conserva esa forma de contar campera. No se le escapa el detalle en lo que cuenta. Te describe rápido un personaje, una situación, un clima. De pronto se frena. Hace una pausa, establece un silencio, un suspenso. Y después precisa más detalles y así, como corrigiéndose, perfeccionando la frase, termina de redondear un concepto que hace tanto al personaje como a la historia. Hay una experiencia en lo que cuenta. Ese fraseo que sólo viene de un afán de retener  la memoria. Porque esos detalles que no se le escapan provienen de una observación minuciosa. No se le escapa ni un gesto ni una helada ni un ladrido. Hace años que nos hicimos amigos con Paz. Boliches, asados, unas cañas de mostrador. Paz trabaja en una carnicería, en un vivero, en lo que pinte. Tiene un hijo, Martín, al que le enseña a montar un petiso. Lo enorgullece ver al gauchito con los aperos, aprendiendo cosas de campo. Por eso uno de sus orgullos es una foto con Larralde y el gauchito. A veces, en la madrugadas de invierno, mientras escribo, el Paz viene a tomarse un trago. Y sin saber qué estoy escribiendo se da cuenta de si estoy embalado o no con la escritura. Estás apurando, me dice. O: Dale tiempo. También: No lo apurés al cuento. Me gusta esa forma de encarar una historia que tiene el Gaucho. Me enseñó a reparar en el detalle. Y el detalle es el tiempo que precisa una narración.  El tiempo que está en un almacén de Macedo, acá cerca.

Villa Gesell, junio del 2004