Joseph Brodsky, (Nobel de Literatura, 1987) en la Conferencia de graduación ante los estudiantes de la Universidad de Darmouth en 1989. Texto incluido en el libro Del dolor y la razón.
Una parte sustancial de lo que les espera va a ser reclamada por el aburrimiento. De ahí que hoy, en esta solemne ocasión, quiera ponerles el tema, porque creo que ninguna universidad de artes liberales los está preparando para esa eventualidad; y Dartmouth no es la excepción. Ni las humanidades ni la ciencia ofrecen cursos sobre el aburrimiento. En el mejor de los casos, es posible que los familiaricen con la sensación al infligírselas. Pero ¿qué es un contacto casual frente a una enfermedad incurable? El más monótono susurro proveniente de una cátedra o el texto que hiere los ojos en un idioma pomposo no representan nada en comparación con el Sahara psicológico que comienza directamente en el dormitorio y desprecia el horizonte. Conocido bajo diversos alias -angustia, ennui, tedio, murria, jartera, apatía, desgano, estolidez, letargo, languidez, acidia-, el aburrimiento es un fenómeno complejo y en general producto de la repetición; parecería así que el mejor antídoto en su contra sería la constante inventiva y originalidad. Es lo que ustedes, jóvenes y despiertos, esperarían. Ay, pero la vida no va a darles tal opción, porque el medio principal de la vida es precisamente la repetición. Se puede alegar, por supuesto, que los intentos repetidos de originalidad e inventiva son el vehículo del progreso y -por ahí derecho- de la civilización. Pero si lo miramos en retrospectiva, tal intento no es de los más valiosos. Porque si dividiéramos la historia de nuestra especie según los descubrimientos científicos, para no mencionar los conceptos éticos, el resultado no estará a nuestro favor. Conseguiríamos, hablando técnicamente, siglos de aburrimiento. La sola noción de originalidad o innovación plantea la monotonía de la realidad corriente de la vida, cuyo medio -no cuyo idioma- principal es el tedio. En eso la vida difiere del arte, cuyo peor enemigo, como probablemente lo sepan, es el cliché. No es de extrañarse, pues, que el arte tampoco sirva para instruirlos en cómo manejar el aburrimiento. Hay pocas novelas sobre este tema; los cuadros son todavía más escasos, y en cuanto a la música, es principalmente no semántica. En conjunto, el arte trata al aburrimiento de una manera defensiva, satírica. La única forma como el arte puede convertirse para ustedes en un solaz contra el aburrimiento, contra el equivalente existencial del cliché, es si ustedes mismos se vuelven artistas. Dado su número, sin embargo, la perspectiva es tan poco halagadora como improbable. Pero incluso si todos ustedes salen en masa de esta inauguración en busca de máquinas de escribir, caballetes y Steinways de cola, ello no los preservará por completo del aburrimiento. Si la repetición es la madre del aburrimiento, ustedes, jóvenes y despiertos, pronto se verán abrumados por la falta de reconocimiento y la mala paga, ambas crónicas en el mundo del arte. En estos aspectos, escribir, pintar y componer música son evidentemente ocupaciones inferiores a trabajar para una firma de abogados, un banco o incluso un laboratorio. Y es allí, por supuesto, donde reside la gracia salvadora del arte. Al no ser lucrativa, es más bien difícil que caiga víctima de la demografía. Porque si, como hemos dicho, la repetición es la madre del aburrimiento, la demografía (que va a desempeñar en sus vidas un papel mucho mayor que cualquier disciplina que hayan aprendido aquí) es el padre. Esto puede sonar misantrópico, pero tengo más del doble de su edad y he vivido para ver duplicarse la población de nuestro globo. Para cuando ustedes tengan mi edad, se habrá cuadruplicado, y no exactamente de la manera en que lo esperan. Por ejemplo, para el año 2000 serán tales las modificaciones culturales y étnicas, que pondrán a prueba la noción de su propia humanidad. Esto nada más reduce las perspectivas de originalidad e inventiva como antídotos contra el aburrimiento. Pero in-cluso en un mundo más monocromático, el otro problema con la originalidad y la inventiva es que literalmente pagan. En la medida en que ustedes sean capaces de una de las dos, podrían progresar con rapidez. Por deseable que esto pueda parecer, la mayor parte de ustedes saben de primera mano que nadie se aburre tanto como el rico, porque el dinero compra tiempo y el tiempo es repetitivo. Suponiendo que no busquen la pobreza - pues de lo contrario no hubieran entrado a la universidad-, es de esperar que el aburrimiento los golpee tan pronto como dispongan de las primeras herramientas de autosatisfacción. Gracias a la tecnología moderna, estas herramientas son tan numerosas como los sinónimos de aburrimiento. A la luz de su función -hacerles olvidar la redundancia del tiempo-, su abundancia es reveladora. Igualmente reveladora es la función de su poder de compra, hacia cuyo aumento ustedes van a salir de este salón con el repiqueteo de esos instrumentos sostenidos fuertemente por sus padres y parientes. Es una escena profética, señoras y señores de la promoción de 1989, porque ustedes están entrando en un mundo en el que registrar un evento empequeñece al propio evento: el mundo del video, del estéreo, del control remoto, del vestido para trotar y de la máquina de ejercicios para mantenerlos dispuestos a revivir su propio pasado o el de algún otro, éxtasis enlatado que pide carne fresca. Todo lo que muestra un patrón está impregnado de aburrimiento. Ello es aplicable al dinero en más de una forma, tanto a los billetes de banco como a su posesión. No se trata, por supuesto, de promocionar la pobreza como una escapatoria al aburrimiento, aunque san Francisco, al parecer, logró exactamente eso. Pero a pesar de todas las privaciones que nos rodean, la idea de nuevas órdenes monásticas no parece particularmente atractiva en esta era de videocristiandad. Además, jóvenes y despiertos, ustedes están más ansiosos por hacer el bien en Sudáfrica o en algún lugar parecido que en hacerlo en el vecindario, y antes dejarían de tomar su marca favorita de gaseosa que aventurarse por el lado malo de la calle. De modo que nadie les está recomendando pobreza. Todo lo que uno puede sugerirles es que sean un poco más aprensivos con el dinero, porque los ceros en sus cuentas pueden ser preludio de los equivalentes mentales. En cuanto a la pobreza, el aburrimiento es la parte más brutal de su tortura, y el apartarse de ella adopta formas más radicales: de rebelión violenta o de adicción a las drogas. Ambas son temporales, porque la tortura de la pobreza es infinita; ambas, debido a esa infinitud, son costosas. En general, un hombre que se inyecta heroína en las venas lo hace casi por las mismas razones por las que ustedes se compran un video: para eludir la redundancia del tiempo. La diferencia, sin embargo, es que él gasta más de lo que tiene, y que su medio de escape se vuelve tan redundante como aquello de lo que está escapando, sólo que a un ritmo todavía más raudo que el de ustedes. En suma, la diferencia tangible entre el extremo de una aguja y el botón de un estéreo corresponde a grandes rasgos a aquella que existe entre la agudeza y la vacuidad del impacto del tiempo entre los que no tienen y los que tienen. En resumen, sean ricos o sean pobres, tarde o temprano se verán afligidos por esta redundancia del tiempo. Ricos en potencia, ustedes acabarán aburriéndose del trabajo, los amigos, los cónyuges, los amantes, la vista desde la ventana, los muebles o el papel de colgadura de la alcoba, los pensamientos o de ustedes mismos. En consecuencia, tratarán de buscar caminos de escape. Aparte de la autocomplacencia con los artilugios antes citados, pueden dedicarse a cambiar de empleo, residencia, compañía, país, clima; podrán ensayar la promiscuidad, el alcohol, los viajes, las lecciones de cocina, las drogas, el psicoanálisis. De hecho, pueden juntar todas estas cosas y por un tiempo funcionarán. Hasta el día, por supuesto, en que se despierten en medio de una familia nueva y un papel de colgadura diferente, en un estado y un clima diferentes, con un cerro de cuentas del agente viajero y del analista, pero con el mismo sentimiento rancio hacia la luz del día que se filtra a través de las ventanas. Se pondrán los mocasines sólo para descubrir que necesitarían de los cordones para sobreponerse a lo ya conocido. Dependiendo del temperamento o de la edad, les dará pánico o bien se resignarán a la familiaridad de la sensación; o se lanzarán una vez más al galimatías del cambio. La neurosis y la depresión entrarán en sus léxicos; los gabinetes del baño estarán llenos de píldoras. Básicamente, no hay nada de malo en convertir la vida en una búsqueda constante de alternativas, en pasar por encima de empleos, cónyuges, ambientes, etc., siempre que uno pueda hacerse cargo de la pensión alimenticia y del enredo con los recuerdos. Este tipo de situaciones, al fin de cuentas, ha sido suficientemente idealizado en la pantalla y en la poesía romántica. El riesgo, no obstante, es que en menos que nada la búsqueda se vuelva una ocupación de tiempo completo, y que la necesidad de una alternativa acabe siendo comparable a la dosis diaria de un adicto. Pero hay otra salida. No mejor, quizás, desde su punto de vista, y no necesariamente segura pero recta y económica. Quienes entre ustedes hayan leído el poema “Del sirviente a los sirvientes” de Robert Frost, quizás recuerden un verso suyo: “La mejor manera de salir es siempre atravesar”. Por eso lo que voy a sugerirles es una variante sobre el tema. Cuando el aburrimiento los golpee, entréguense a él. Que los aplaste, que los sumerja, toquen fondo. En general, con las cosas desagradables, la regla es: mientras más pronto toquen fondo más pronto volverán a flotar. La idea aquí, para parafrasear a otro gran poeta de la lengua inglesa, es mirar de frente a lo peor. La razón por la que el aburrimiento merece semejante escrutinio es que representa el tiempo puro, incontaminado, en todo su repetitivo, redundante y monótono esplendor. Para decirlo de alguna manera, el aburrimiento es nuestra ventana sobre el tiempo, sobre esas propiedades suyas que uno tiende a ignorar con peligro probable del propio equilibrio mental. En suma, es nuestra ventana sobre la infinitud del tiempo, es decir, sobre nuestra insignificancia en él. Esto es lo que cuenta, tal vez, en nuestro horror por los atardeceres solitarios y torpes, en la fascinación con la que a veces miramos una mota de polvo flotar en un rayo de sol, cuando en alguna parte repica un reloj, hace calor y nuestra fuerza de voluntad es nula. Una vez abierta esa ventana, no intenten cerrarla; déjenla, por el contrario, de par en par. Porque el aburrimiento habla el lenguaje del tiempo y va a enseñarles la lección más valiosa de la vida -la que no obtuvieron aquí, en estos verdes prados-: la lección de su completa insignificancia. Será valiosa para ustedes, así como para aquellos con quienes se codeen. “Eres finito”, les dirá el tiempo con voz de aburrimiento, “y hagas lo que hagas, desde mi punto de vista es fútil”. Por supuesto que esto no será música para sus oídos; pero el sentido de futilidad, de significación limitada incluso para las mejores acciones, para las más ardientes, es mejor que la ilusión de sus consecuencias y el consiguiente autobombo. Pues el aburrimiento es una invasión del tiempo en nuestro repertorio de valores. Pone nuestra existencia en perspectiva, con un resultado neto que siempre implica precisión y humildad. La primera, debe notarse, engendra la segunda. Mientras aprendemos sobre nuestro propio tamaño, más humildes y más compasivos nos volvemos con nuestros semejantes, con ese polvo flotante en un rayo de luz o ya inmóvil sobre la mesa. ¡Ah, cuánta vida hubo en esas motas! No desde nuestro punto de vista, sino desde el de ellas. Nosotros somos para ellas lo que el tiempo es para nosotros; por eso es que parecen tan pequeñas. ¿Y saben lo que dice el polvo cuando lo limpian de la mesa? “Recuérdame”, susurra el polvo. Nada podría estar más lejos de la agenda mental de ustedes, jóvenes y despiertos, que el sentimiento expresado en estos dos versos por el poeta alemán Peter Huchel, ya muerto. Lo he citado porque me gustaría inculcar en ustedes la afinidad con las cosas pequeñas - semillas y plantas, granos de arena o mosquitos-, pequeñas pero numerosas. Cité estos dos versos porque me gustan, porque me reconozco en ellos y, si a ello vamos, en cualquier organismo vivo que debe ser limpiado de la superficie disponible. “Recuérdame, susurra el polvo”. Y lo que oímos es que si de vez en cuando aprendemos algo sobre nosotros por cuenta del tiempo, quizás el tiempo pueda, a su vez, aprender algo de nosotros. ¿Qué habría de ser? Que aunque inferiores en significación, tenemos la ventaja de la sensibilidad. Esto es lo que significa ser insignificante. Si se necesita un aburrimiento que paralice la voluntad, bienvenido el aburrimiento. Somos insignificantes porque somos finitos. Pero mientras más finita es una cosa, más cargada está de vida, emociones, dicha, temor, compasión. Pues el infinito no es ni muy vivo ni muy emocional. Nuestro aburrimiento nos enseña al menos esto, porque nuestro aburrimiento es el aburrimiento del infinito. Respétenlo, entonces, por sus orígenes, como por los de ustedes mismos. Porque es la anticipación de ese infinito inanimado la que da cuenta de la intensidad de los sentimientos humanos, que a menudo conducen a la concepción de una nueva vida. Eso no quiere decir que ustedes hayan sido concebidos en el aburrimiento, o que lo finito engendre lo finito (aunque ambas cosas pueden resultar ciertas). Es más bien para sugerir que la pasión es el privilegio del insignificante. Por lo tanto, traten de mantener la pasión, dejen la frialdad para las constelaciones. La pasión es, ante todo, un remedio contra el aburrimiento. Otra cosa, por supuesto, es el dolor -físico más que psicológico-, que suele ser consecuencia de la pasión; aunque no les deseo ninguno de los dos. Aun así, cuando sentimos dolor sabemos que al menos no hemos sido engañados (por el cuerpo o por la psique). De ahí que lo bueno del aburrimiento, de la angustia y del sentimiento de la insignificancia de la existencia, de todas las existencias, sea que no entrañan un engaño. Pueden ensayar también las novelas de detectives o las películas de acción -algo que los deje donde no han estado antes verbal/visual/mentalmente-, algo que se sostenga, aunque sólo sea durante un par de horas. Eviten la televisión, especialmente el cambio de canales: es la redundancia encarnada. Pero si fracasan estos remedios, déjenlo entrar, “arrojen su alma a la creciente oscuridad”. Traten de abrazar, o déjense abrazar por el aburrimiento y la angustia, que de todas maneras son más grandes que ustedes. Sin duda les parecerá sofocante, pero traten de soportarlo cuanto puedan, y a veces más. Ante todo, no piensen que se equivocaron en algún momento, no traten de rehacer sus pasos para corregir el error. No, como dijo el poeta, “crean en su dolor”. Este horrible abrazo del oso no es un error. Nada de lo que los molesta lo es. Recuerden todo el tiempo que en este mundo no hay abrazo que finalmente no pueda deshacerse. Si todo esto les parece sombrío, no saben lo que es sombrío. Si esto les parece irrelevante, espero que el tiempo les dé la razón. Si lo encuentran poco apropiado para tan solemne ocasión, estaré en desacuerdo. Convendría en ello si esta ocasión fuera para celebrar su permanencia aquí; pero marca su partida. Mañana estarán lejos de aquí, pues sus padres pagaron sólo cuatro años, ni un día más. De modo que tienen que ir a alguna parte para seguir sus carreras, para obtener dinero, para formar una familia, para enfrentarse a sus destinos únicos. Y en lo que hace a esa “otra parte”, ni en las estrellas ni en los trópicos ni al otro lado de la frontera en Vermont se han enterado de que exista esta ceremonia en el prado de Dartmouth. Uno ni siquiera apostaría a que el sonido de la banda llegue hasta White River Junction. Están a punto de abandonar este lugar, miembros de la promoción de 1989. Están entrando al mundo, un mundo que estará más densamente habitado que este rincón de los bosques y en el que se les prestará menos atención que la que les prestaron en estos cuatro años. Están por su cuenta sin remedio. Hablando de la significancia de ustedes, pueden calcularla rápidamente comparando los 1.100 que son contra los cuatro mil novecientos millones que hay en el mundo. La prudencia, entonces, es tan apropiada en esta ocasión como la fanfarria. No les deseo más que felicidad. Aun así, habrá muchas horas oscuras y, lo que es peor, sosas, causadas tanto por el mundo exterior como por sus propias mentes. Tendrían que fortalecerse contra eso de alguna manera; y es lo que he estado tratando de hacer con ésta, mi débil exposición, aunque obviamente sepa que es insuficiente. Pues el que les espera es un viaje notable pero fatigoso; hoy están abordando, por así decirlo, un tren fuera de control. Nadie puede decirles lo que les espera en adelante, mucho menos aquellos que quedan atrás. Hay algo, sin embargo, que pueden asegurarles, y es que no se trata de un viaje de ida y vuelta. Intenten, por lo tanto, extraer alguna comodidad de la noción de que por intragable que sea ésta o aquella estación, el tren no se quedará allí para siempre. Por consiguiente, nunca estarán varados, ni siquiera cuando así lo sientan; porque este lugar se convierte hoy en su pasado. De ahora en adelante se les irá perdiendo, ya que el tren se halla en constante movimiento. El lugar se irá desvaneciendo, incluso cuando sientan que están varados… De manera que échenle una mirada cuando todavía tiene su tamaño natural, mientras todavía no es una fotografía. Mírenlo con toda la ternura de que sean capaces porque están mirando su pasado. Extraigan, por decirlo así, la mejor mirada posible. Dudo que vayan a encontrar algo mejor que eso.
Joseph Brodsky